Consideraciones sobre lo cursi
La dama, muy enojada, pero muy bella a pesar del enojo, declaró su indignación cuando alguien dijo en la tertulia donde se hallaba, que la novela de Félix B. Caignet, El derecho de nacer, era, ciertamente, un monumento de cursilería.
—¿De manera —dijo con los labios temblorosos— que todos los que oímos embelesados la radiodifusión de esa novela, somos cursis?
Se produjo un silencio muy difícil. Una respuesta afirmativa resultaba poco galante. Y, bien observada la dama, además de su victoriosa belleza, no tenía sobre sí nada que delatara sus íntimas y secretas conexiones con la cursilería. El traje era sobrio y elegante y los ademanes sencillos y desenvueltos. Una ligera exageración en el trazo oblicuo de las cejas, buscaba darle al rostro una reminiscencia mongólica levemente inquietante, y por ahí, como perdido en el oleaje del pecho, zozobraba un prendedor que no era una joya sino una imitación de joya, demasiado esplendorosa para ser verdadera. Salvo esa forzosa concesión económica a la producción en serie, una línea general de elegancia y de buen tono rodeaba a la dama. Además, su conversación no era completamente descabellada. Decía, claro está, una inacabable serie de futilidades, pero las decía con tanta convicción, con tanto desgaste de energía vital, que tomaban súbitamente una coloración artificial pero encantadora de verdades. Algo, tal vez mucho, de la gracia animal, por completo biológica, de su calidad de hembra bella, trascendía a sus palabras. Si no se hubiera suscitado un tema de conversación tan peligroso como el de la novela de Caignet, probablemente esta mujer colombiana no habría sido contradicha en sus opiniones. Era un gusto verla y oírla decir deliciosas tonterías. Pero su apasionado fervor sentimental e intelectual por Caignet sobrepasaba la medida de sus seducciones. Y podía tomarse en realidad como un abuso de poder.
Sobreponiéndose a esa natural coacción del sex-appeal sobre las facultades críticas, un escritor que se encontraba en la reunión tomó sobre sí la temeraria empresa de hacer para la dama una especie de sermón sobre lo cursi.
El éxito de Caignet en Colombia, dijo, se explica precisamente porque el gusto literario promedial del país se encuentra exactamente en el nivel de la cursilería. Esto no es una ofensa ni para el país ni para Caignet. Los hechos no son ofensivos. La cursilería literaria no es una arbitrariedad sino una consecuencia lógica del medio social que la ha hecho posible. Culpar a una sociedad porque en un gran número de sus manifestaciones sea cursi, es tan absurdo como inculparla porque en el desarrollo de su producción conserve ciertas formas feudales a tiempo que otras sociedades han superado ya satisfactoriamente esa etapa histórica. La cursilería es un signo social, no un capricho de las gentes. En ciertos países europeos, Francia, por ejemplo, es difícil no digo ser literariamente cursi, sino serlo con éxito. Puede haber muchos o pocos escritores cursis, como los de la “Novela Rosa”, pero perecen en medio del desprecio colectivo porque el nivel cultural de la sociedad ha sobrepasado ya el grado histórico de la cursilería. Las aguas de la cultura media superan esa marca. En Colombia, no todavía. El caso de Caignet que es un caso de perfecta sincronización entre la cursilería literaria y la cursilería social, exaspera terriblemente a ciertas selectas inteligencias. Eduardo Caballero Calderón, verbigracia, estuvo a punto de realizar una nueva cruzada para rescatar el Sagrado Cuerpo del Arte, profanado, según él, por el escritor cubano. En su apostólico empeño, fue ignominiosa, pero merecidamente batido. Olvidó algo muy importante: que la sucesión de las etapas culturales es lenta y parsimoniosa y que si había algo socialmente explicable y normal era el éxito de la novela de Caignet, precisamente porque representaba algo así como la sublimación literaria de una sentimentalidad y de un gusto intelectual promedios, irresistiblemente cursi. En otras palabras: Caballero olvidaba el medio, la atmósfera social en la cual caía, como maná, el mensaje de Caignet. Desde su personal punto de vista, Caballero tenía razón. Era el punto de vista de un miembro de las élites que partía del engañoso supuesto de que toda la sociedad se parecía a él mismo o de que, cuando menos, no se parecía demasiado al señor Caignet. Los resultados de su frustrada campaña tal vez lo hayan desengañado, ahora sí, respecto de las valoraciones del gusto medio, tomadas idealmente por lo alto.
Resulta, pues, que lo cursi tiene su natural imperio cuando una burguesía en ascenso económico no ha conseguido crearse todavía o no dispone, por herencia histórica, de una auténtica y sólida tradición cultural. Es la cursilería del nuevo rico que anhela demostrar su nueva condición por medio de un refinamiento postizo y es también la del pobre que anhela disimular su verdadera condición por medio de expedientes en que lo trágico y lo cómico se entremezclan denunciadoramente. Es la dignidad teatral de un vendedor que lleva, sin embargo, los zapatos rotos. Y el desafiante exhibicionismo del nuevo rentista que se llena de automóviles de último modelo. Y la coquetería de una niña que presume de mujer. Y la de una mujer que presume de niña. La cursilería puede estar implícita en el traje, en los ademanes, en la conversación, en el concepto de la vida, en la idea de lo que uno es y no es. Hay cursilería en el amor, en la amistad, en la política. Se puede ser cursi por solemnidad o actuando conforme a la creencia de que el amaneramiento es el colmo de la estilización. Una mujer liviana cae en la cursilería cuando representa el papel de la honesta agresiva, de la esposa sin tacha o de la matrona irreductible. Una colegiala puede convertir su candor en pura cursilería, si lo extrema, o su impudor si lo disfraza de candidez. Es por ello por lo que la cursilería puede expresarse de la misma manera en el éxito de Caignet y en la tendencia irrefrenable de la alta o pequeña burguesía para no dejar en discreta penumbra ningún acto privado que pueda denunciar, ante el público, la solidez económica de su situación o lo que esa misma burguesía reputa como signo de aristocracia, de supuesto refinamiento y de máxima distinción. Por eso las páginas de vida social de los diarios colombianos son prodigiosamente cursis, no porque así lo deseen sus redactores, sino porque el ambiente social así lo exige. Hay un esnobismo de la cursilería, como hay un esnobismo del buen gusto. Colombia se halla en la primera etapa. Y de esta suerte, la literatura de un escritor como Caignet encuentra eco popular muy extenso.
Pero usted querrá saber en qué consiste la cursilería literaria, y por extensión toda la cursilería. Es un problema de calidad en las formas, en el estilo. No la ausencia de estilo. La ausencia de estilo es —¿Cómo le diría a usted?— la barbarie no exenta de cierta fuerza y de cierta áspera seducción. Hay ciertos lenguajes literarios enteramente bárbaros, llenos de poderoso atractivo. Y ciertas formas de vida, primigenias, no exentas de seducción. El estilo es un principio de adecuación, de convenio, un compromiso respecto de las normas. Lo cursi en el estilo literario aparece cuando el escritor resulta incapaz de hacer una aleación honorable de los materiales con que trabaja. Cuando hace el oficio de joyero falso y a su producto quiere dar sin embargo la apariencia de lo verdadero y de lo fino. Esta distinción entre el cobre de lo cursi y el oro de lo verdadero, requiere, socialmente hablando, la experiencia cultural y civilizada de que se habló antes. Los países jóvenes están, en lo general, justificados históricamente para caer en el truco del falso joyero. Para tomar el cobre por el oro y pagarlo, muchas veces, a precio de oro. Sobre todo en el dominio de las formas artísticas: poesía, teatro, novela, música, escultura, pintura, cine, etc.
Ahora bien: lo cursi, como tal, es un rico filón y un tema de primer orden para la creación estética. Para la sátira humorística es impagable. Usted habrá leído las preciosas imitaciones que del estilo de Caignet ha hecho en su columna de El Tiempo el humorista Klim. Le ha bastado con ubicar en otro plano intelectual el estilo del escritor cubano. Esa simple transposición ha sido suficiente para desajustar todo el proceso y dejar en ruinas el edificio de Caignet. O dicho de otra manera: el ácido del humor de Klim actúa como agente catálico: el cobre de la cursilería literaria queda esplendorosamente aislado y al descubierto. Klim no podría hacer lo mismo con el estilo de Flaubert. Podría, si quisiera imitarlo. Como se puede imitar a Cervantes. Pero en ninguno de estos dos casos el resultado sería el de dejar en cueros a la cursilería porque ella es inexistente en esos dos estilos ejemplares. La cursilería requiere, pues, como condición previa, que haya básicamente una falsificación de los valores estéticos, es decir, una falsa apariencia de calidad para ellos mismos. Y que, por consiguiente, una inspección crítica más o menos diestra deje en evidencia la superchería. Klim la ha descubierto por el lado del humor que es el lado más agudo y más apto a la demostración de toda falsa moneda literaria. Nada más serio, más sentimental, más patético, más solemne que la novela de Caignet, dice usted y dicen muchas gentes. Pero haga la prueba de leer esa novela en la versión de Klim que no difiere estilísticamente del original sino por la maliciosa reiteración de los tópicos claves del escritor cubano. Entonces comprenderá usted por dónde brota el manantial de la cursilería. Caignet es un humorista que se ignora. Ha levantado un monumento literario a la cursilería, en serio, cuando hubiera podido hacerlo en broma. Klim se ha encargado de ese estupendo trabajo revelador, para divertirse él y divertir a miles de lectores colombianos entre los cuales habrá muchos que sin ese antídoto, en lugar de reír hubieran seguido llorando con las desventuras de Albertico Limonta, no porque esa clase de desventuras no sean dignas de cristiana compasión, sino porque el compuesto literario que de ellas hizo Caignet merecía el terrible honor y la prueba cruel a que las ha sometido Klim.
La cursilería en la vida, como expresión, como actitud de ella misma, no difiere mayor cosa de la cursilería literaria. Una y otra obedecen a las mismas leyes del desarrollo social. Desde luego, la primera es anterior a la segunda. Y ésta, como ya se dijo, es una consecuencia. Caignet no tiene la culpa. Y los admiradores de Caignet tampoco la tienen. Usted queda absuelta.
En este punto del sermón del escritor, la dama parecía un poco perpleja.
—Pero no me negará usted —afirmó como para no darse por vencida— que Caignet escribe muy lindo.
El autor del sermón comprendió que había perdido lamentablemente su tiempo.
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