EL CLIMA

martes, 22 de marzo de 2016

Reproducimos un cuento autoria de nuestra amiga española julia pomposo.



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Cuento sioux

Hoy les dejo este cuento de mi autoría, que escribí, hace ya un tiempo y que espero que les guste.

Kajiká y el cascabel de plata

Minowá era un pequeño indio sioux que vivía en el territorio lakota (verdadero nombre de los sioux) en Wyoming.

 Minowá, que significa “aquel que canta”, debía su nombre a que en el momento de nacer, su llanto fue tan melodioso y prolongado, que más que llorar, parecía estar entonando unos de aquellos cantos ancestrales de sus antepasados; ahora tendría apenas ocho años y era un niño sano y feliz que pasaba la mayor parte de su tiempo correteando por las praderas y montes con su tirador y su pequeño carcaj a la espalda a la caza de zarigüeyas, mapaches y algún que otro conejo de monte.




      En una de estas aventuras de caza, nuestro protagonista encontró un día a Kajiká un pequeño bebé de puma que gemía tembloroso junto al cuerpo sin vida de su madre, a los que algunos cazadores sin escrúpulos habían dado muerte mientras intentaba, (seguramente a zarpazos) defender a su cría. Sin preocuparse para nada del cachorro, aquellos hombres lo habían abandonado a su suerte, donde probablemente habría muerto de inanición y frío, de no ser porque Minowá lo encontró. Tomó al pequeño puma en sus brazos y lo llevó hasta el campamento sioux. Y allí se quedó........


       Minowá poseía un cascabel de plata que su abuelo le entregó el día que cumplió los cinco años, era un regalo de gratitud que le hizo una bondadosa señora de una caravana de Samis que pasaron camino de Dakota y a la que su abuelo curó de una picadura de serpiente. Minowá siempre lo llevaba colgado del cuello con un bonito cordón que le había tejido su madre. Todo el mundo en el campamento de multicolores tipys, conocía el sonido del cascabel de Minowá, incluido Kajiká, que lo seguía a todas parte y corría a su encuentro cuando oía su repiqueteo a lo lejos.

     Pero todo en la vida tiene un final y el de la relación entre nuestro protagonista y el cachorro de puma también tenía que tenerlo.  Minowá había crecido; ya tenía diez años y nuestro puma, al que el pequeño sioux había bautizado un día con el nombre de Kajiká, que significa “aquel que camina sin hacer ruido” (por su manera silenciosa de acercarse sin que él lo advirtiese), también había crecido (y con él, sus ansias de libertad) y se estaba volviendo demasiado grande para permanecer en el campamento. Minowá lo quería muchísimo y se negaba a separarse de su querido amigo.

   Su padre le explicó un día que los pumas siempre habían sido unos animales libres y dueños de sus vidas, hábiles cazadores y dignos habitantes de las praderas y que seguir teniendo allí a Kajiká era privarle de su libertad y de todas esa cosas a las que él también amaba tanto.
     Al final su padre logró convencerle y una mañana, antes de que su hijo despertase, ató al puma a la grupa de su caballo y se alejó con él todo lo que pudo, tardó dos días en encontrarle un lugar idóneo, cerca de otros pumas que vivían en grupo, para que le resultase más fácil integrarse a su nueva vida y allí lo dejó. entre la manada, regresando al campamento.

     Pasaron muchos años, muchos meses y muchas lunas. Minowá creció y formó su propia familia.

 Minowá había decidido trasladarse con su esposa Dihayá y su pequeña a la que llamaban Sihu, que significa “pequeña flor", hasta los territorios del norte que eran más fértiles y  la caza era más abundante.

     Un día, durante La Luna del Maiz (septiembre), Minowá que paseaba con su pequeña a la espalda por los límites del campamento, decidió dejarla  durmiendo plácidamente junto a unos arbustos mientras el buscaba hierbas medicinales por los alrededores. Al volver al lugar encontró a un hermoso puma de gran tamaño merodeando alrededor del bebé. Minowá quedó petrificado y sin atreverse a realizar ningún movimiento por temor a la reacción de la fiera y cuando ya el puma estaba a punto de atacar a la pequeña, Minowá saltó en su defensa y el puma se paró  de pronto como petrificado, deteniendo su ataque mientras toda su atención se dirigía hacia Minowá.

     Un tintineante sonido le trajo a la memoria recuerdos de un cascabel y de su dueño y de tiempos lejanos y felices; inmediatamente reconoció a Minowá y acercándose a él muy lentamente, puso sus enormes zarpas sobre el pecho de su amigo mientras le lamía la cara. Minowá lloró emocionado al reconocer en aquel hermoso ejemplar a su querido amigo  Kajiká y juntos, hombre y fiera, permanecieron abrazados mientras se reconocían mutuamente.

Julia L. Pomposo

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