EL CLIMA

jueves, 28 de agosto de 2014

Una reflexion sobre la impronta



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Publicado en Curiosidades por omalaled 

¿Sabéis que es la impronta? 

Sí, hombre, ¿recordáis aquello de que cuando nacen los gansos siguen a lo primero que se mueve? Normalmente es la madre, pero puede ser una persona o incluso un coche de juguete. Técnicamente es un aprendizaje en una fase temprana del desarrollo, que es más o menos rápido y que es, al parecer, independiente de las consecuencias. Y de la impronta, su historia y algunas curiosidades relacionadas con nosotros, los humanos, os hablaré en nuestra historia de hoy.


Parece ser que el primero que descubrió (al menos, quien dejó constancia escrita) fue un biólogo llamado Douglas Alexander Spalding allá por los años 1870. Describió cómo un pollito recién nacido “seguirá a cualquier otro en movimiento. Y si se deja guiar sólo por la vista, no parece tener una mayor disposición a seguir a una gallina que a un pato o a un ser humano… Existe un instinto a seguir; y antes que la experiencia, es el sentido del oído el que le vincula al objeto adecuado”. Explicó que si se ponía una capucha a un pollito durante los cuatro días primeros de vida, este huía de su lado nada más quitársela, pero que si se la quitaba un día antes corría hacia él. Así que no sólo la vista, sino también el oído tienen importancia en algunos animales, como los pollitos, a la hora de establecer la impronta.

Posteriormente, el fenómeno fue redescubierto por Oskar Heinroth pero tanto este último como Spalding cayeron en el olvido y sería otro hombre quien se llevaría la gloria por su trabajo sobre la impronta. La historia de este otro hombre empieza allá por el año 1909, en unas zonas pantanosas del Danubio al este de Austria, cerca de Altenberg. A un niño de 6 años y a su amiga un vecino les regaló dos patitos recién nacidos. Los niños criaron a los patitos y estos les seguían a todas partes creyendo que eran sus padres. Aquel niño se llamaba Konrad Lorenz y la niña sería su futura esposa (según la wikipedia, Annemarie; según el libro que cito al final, Gretl).

Lorenz llegó más lejos y 64 años después de aquella experiencia diría: De lo que no nos dimos cuenta fue de que en el mismo proceso los patitos crearon una impronta en mí. (…) Toda una vida de esfuerzos está determinada por una experiencia decisiva en la infancia.

En 1935 describió la impronta de forma más científica. Se percató de que el periodo durante el cual se establece esa impronta es muy pequeño. Si la cría tenía menos de 15 horas de vida o más de 3 días no se creaba dicha impronta. Una vez establecida, el animal se bloqueaba y no podía aprender a seguir una figura materna distinta.

Fue él quien el primero en introducir la palabra imprinting (en alemán prägung) en la ciencia; y fue él quien estableció el concepto de “periodo crítico”, o sea, una ventana durante la cual el entorno actúa irreversiblemente en el desarrollo de la conducta. A Lorenz le parecía muy importante la impronta porque era en sí mismo un instinto.

Niko Tinbergen estuvo con Lorenz en Altenberg en la primavera de 1937 y entre los dos inventaron la ciencia de la etología. Por sus trabajos se llevaron el Premio Nobel de 1973.

Pero llegando un poco más lejos, la cría de oca no seguirá a nada, a no ser que haya algo a lo que seguir. Antes de esa situación, la mente de la oca estará abierta al concepto de cómo es una “madre”. Fijaos que es allí donde el entorno moldea nuestra conducta.

Tal y como con los patitos le habían costado poco en la infancia, cuando fue mayor le empezaron a costar un poco más. Y fue así hasta que se dio cuenta que con estos había que hacer ruidos específicos de pato. En otras palabras: los patos, a diferencia de las ocas, necesitan tanto ver como oír a sus madres. En 1960 Gilbert Gottlieb vio que los ruidos a los que seguían los patitos eran más poderosos si eran de su propia especie, a pesar de que antes de ello no podían saber cuál venía de alguien de su especie y cuándo no. Para acabar de comprobarlo, dejó mudos a los patitos mediante una operación en sus cuerdas vocales mientras estaban en el huevo. Entonces, una vez que nacían, no tenían preferencia por los ruidos de una madre de su especie. La conclusión era que los patitos sabían cuál era el sonido correcto porque lo habían oído antes de salir del cascarón.

Ahora bien, ¿es la impronta una peculiaridad de patos, ocas o similares o los seres humanos y otros animales tenemos también algo similar?

Hay miles de ejemplos en los que los seres humanos son maleables en su juventud, pero todas ellas quedan establecidas en la edad adulta. Por así decirlo, ni la imagen materna de la cría de oca ni la cultura del niño son en modo alguno innatas. Pero la capacidad de absorber ambas cosas sí lo es.

Un ejemplo: el acento. Las personas cambian sus acentos fácilmente su juventud, generalmente, adoptando el de la gente que los rodea. Pero en algún momento entre los 25 y los 35 años esta flexibilidad, sencillamente, desaparece. A partir de ahí, incluso si una persona emigra a otro país y vive allí durante años, su acento cambiará muy poco.

En 1967, un psicólogo de Harvard, Eric Lenneberg, publicó un libro en el que planteaba que la capacidad de aprender el lenguaje está sometida también a un periodo crítico que termina de manera brusca en la pubertad. Pero, ¿cómo podría demostrarse una cosa así? Sencillo: privando de todo tipo de lenguaje a un niño hasta los 13 años y entonces intentar enseñarle a hablar. Obviamente, nadie en su sano juicio haría un experimento similar. Pero todos hemos oído hablar de niños salvajes y seguro que alguna cosa nos podrían mostrar.

En 1800 fue encontrado en Languedoc un niño llamado Víctor, el niño salvaje de Aveyron, que había estado en estado salvaje hasta los 11 o 12 años de su vida. A pesar de dos años de esfuerzo, su profesor no consiguió hacerle hablar y cuando dejé a mi alumno seguía siendo completamente mudo. El segundo caso del siglo XIX fue Kaspar Hauser, un joven descubierto en Nuremberg en 1828 que parecía haber estado en una única habitación sin casi contacto humano durante sus 16 años de vida. Incluso después de una enseñanza muy cuidada, la sintaxis de Kaspar seguía encontrándose en un estado de confusión desastroso.

Otro caso bastante más trágico fue el de una niña de 13 años llamada Genie, descubierta en Los Ángeles, que había estado encerrada en una habitación totalmente en silencio, casi siempre atada a una silla con un orinal o enjaulada en una cuna. Su vocabulario constaba de dos palabras: stop it y no more. Su rehabilitación fue igual de trágica, pasando unos padres adoptivos a otros. Algunos de esos hogares la maltrataron. En uno de ellos, en que fue severamente castigada (no se sabe exactamente de qué manera) por vomitar, adquiriendo nuevamente miedo por abrir la boca, con lo que nuevamente dejó de hablar. Hoy vive en una institución para adultos ubicada en Los Ángeles. Aprendió mucho, tenía un grado de inteligencia elevado y su capacidad para resolver rompecabezas correspondía con una edad superior a la suya. Sin embargo, jamás aprendió a hablar. No podía entender cómo hacer una frase interrogativa simplemente cambiando el orden, ni cómo cambiar un “tú” por un “yo”.

Todos estos ejemplos sugieren que el lenguaje no se desarrolla siguiendo simplemente un programa genético, ni tampoco es sólo absorbido por el ambiente externo: el lenguaje requiere una impronta.

Hay otro curioso aspecto en el que es básica la impronta y es el del incesto. Ya en 1981, Edward Westermarck, un pionero de la sociología, publicó un libro en el que sugería que los seres humanos evitaban el incesto más por instinto que por obedecer las leyes. Pasaron 40 años antes que alguien pudiera dar una experiencia que lo corroborara. Arthur Wolf analizó los datos demográficos registrados por la fuerza japonesa que ocupó Taiwan en el siglo XIX. Observó que los taiwaneses habían practicado dos tipos de matrimonio concertados. En uno de ellos, la pareja se conocía el día de la boda (aunque el compromiso se había establecido años atrás), y en el otro la novia era adoptada por la familia del novio desde niña y criada por la familia política (en este caso, ambos experimentarían algo similar a casarse con un hermano). Si se cumplía lo que Westermarck afirmaba, estos últimos matrimonios tendrían más problemas que los primeros.

Wolf recogió información de 14.200 mujeres taiwanesas contratadas para matrimonio menor durante la última parte del siglo XIX y la primera del XX y los matrimonios que habían vivido en la misma familia tenían un riesgo 2,65 veces mayor de terminar en divorcio que los primeros. No solo eso: con frecuencia los padres tenían que obligar a la pareja que se había conocido desde pequeña a que consumara el matrimonio, en algunos casos bajo amenaza de castigo físico. Aun así, tenían un 40% menos de hijos y un tercio de dichos matrimonios acabó cometiendo adulterio, en contraposición al 10% de los otros matrimonios.

Desde entonces, muchos estudios han confirmado esos hallazgos. Como podemos ver, evitar el incesto es algo que llevamos en los genes, y no es por una cuestión de leyes. Esa aversión por el incesto entre quienes crecen juntos en la misma familia parece ser un claro ejemplo de impronta durante un periodo crítico de los primeros años de vida, independientemente de que sean familia directa o adoptada. Y parece ser más fuerte en las mujeres que en los hombres.

Así pues, puede que no vayamos persiguiendo lo primero que se mueve al nacer, pero queda claro que la impronta la tenemos, de algún modo, en nuestra propia naturaleza.

Fuentes:
Matt Ridley, ¿Qué nos hace humanos?
Consilience, Edward O. Wilson

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