Ante el gesto de extrañeza del cliente -extranjero, obviamente-, el vendedor del quiosco sobre la calle Selegie hizo un gesto que podría interpretarse como una invitación a resignarse.
Sin embargo, a unas pocas cuadras de allí, una farmacia era el símbolo de la tenue apertura de las autoridades de Singapur, luego de doce años, en esta materia tan particular: en sus estantes podían encontrarse paquetes de goma de mascar, pero sólo de la permitida por las autoridades, es decir, aquella que tiene un fin terapéutico, como proteger los dientes o combatir la adicción a la nicotina. Y para poder adquirirla, el comprador debe dejar anotado su nombre y el número de su documento de identidad.
La curiosa "flexibilización" -a la que acompañan otras, de carácter cultural- revela en realidad el estricto sistema de severas multas y castigos que regula hasta el detalle aspectos de la convivencia urbana en la isla de 4,6 millones de habitantes, rodeada de un mar azul profundo y con calor tropical los doce meses del año. Pero que es también un pujante centro financiero y comercial internacional, con un envidiable producto per cápita anual de 26.000 dólares, ocho veces superior al argentino, y hogar de uno de los puertos de mayor actividad en el mundo, con unos 800 barcos anclados diariamente. Y donde el orden y la limpieza de los espacios públicos deslumbran al ojo poco acostumbrado a esas bondades.
¿Por qué tanta exigencia con la goma de mascar? Porque fue el origen de una serie de contratiempos. Además de ensuciar las calles, los adolescentes tenían la costumbre de pegarlos en las puertas automáticas de los subtes, impidiendo que se cerrasen, lo que representaba para los pasajeros una constante pérdida de tiempo.
Resultado: el gobierno decidió prohibirlos, hasta que la intensa presión del legislador norteamericano Philip Crane -que buscaba instalar en el país la fábrica Wrigley´s, con sede en su estado, Illinois- obligó a esta repentina laxitud en la política oficial de "tolerancia cero" con la suciedad, cuyos resultados son visibles.
Las calles y los espacios públicos son el reflejo de esa política, donde el respeto hacia el congénere es una premisa incorporada a fuerza de intensas campañas impulsadas para que la población -un crisol que aglutina a una mayoría de origen chino con otras minorías como la malaya y la india- tome conciencia sobre la necesidad de mantener una mejor calidad de vida. Y para lograr ese objetivo, el disuasivo más eficaz fue el establecimiento de un durísimo régimen de multas.
¿Algunos ejemplos? Dejar el chicle pegado en un lugar público, 294 dólares. Arrojar basura a la calle, 588 dólares para el que lo hace por primera vez y 1176 para el infractor recurrente, al que también se le podrá obligar a realizar un trabajo de limpieza en un lugar público. Por escupir en la calle o en un lugar público, el monto es similar. Dejar las deposiciones del perro en la calle, sin colocarlos en una bolsita, está penalizado con una multa de hasta 2941 dólares. No apretar el botón de la cisterna en un baño público, 88 la primera vez, 294 la segunda y 588 de la tercera en adelante. Si un transeúnte cruza la calle fuera del lugar para peatones, deberá desembolsar 29 dólares. Y en el caso de un automovilista que no le ceda el paso a un peatón en una esquina, esa suma se eleva a 150.
Hay otras multas severas, por ejemplo, para los que fuman en los lugares prohibidos, para los que comen en el transporte público o para los acusados de vandalismo. El caso más resonante fue protagonizado en 1994 por el estudiante norteamericano de 18 años Michael Fay, a quien se le ocurrió la poco feliz idea de ensuciar un automóvil con pintura en aerosol. Fue condenado a una multa de 1100 dólares y a recibir seis latigazos. El incidente obligó a intervenir al entonces presidente Bill Clinton, que logró que las autoridades de Singapur redujeran los latigazos a cuatro.
Policías y cámaras
Todo este esquema se pone en práctica mediante la presencia de policías y el apoyo de cámaras instaladas en sitios estratégicos.
"Las leyes están para que la gente tome conciencia, no con un objetivo recaudador", afirma Wee Tee Wong, una joven singapurense, que asegura que es casi imposible que al infractor sorprendido in fraganti se le ocurra la osadía de ofrecer un soborno al policía.
"Es un buen lugar para vivir, el gobierno tiene mano firme", asegura Som Said, fundadora de un grupo de danza cuya sede está en la calle Kerbau, en el corazón del barrio de los inmigrantes de la India.
La puesta en práctica de estas normas obedeció, años atrás, al hartazgo de las autoridades por el escaso apego de la población a las normas de urbanidad. "Parece que éramos bastante indisciplinados, de escupir en la calle y cosas así", confió Cheng Kim, mientras degustaba un plato de satay, una delicia local con carne, pollo y verduras, en un lujoso restaurante en pleno downtown.
Sin embargo, en los últimos años, el gobierno de Singapur ha dado señales de una mayor flexibilidad en las normas, después de haber sido cuestionado desde el exterior por los controles a los medios de comunicación y por avanzar sobre las libertades individuales. Pero esto no parece alarmar demasiado a la población, que pone en la balanza las ventajas de vivir en un país próspero, limpio y seguro, y que además se toma las cosas con humor.
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