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Eran las primeras horas de la tarde de un fresco invierno. Contesté un viaje por la radio y llegó el texto al "pager" con las coordenadas y una curiosa indicación: debía llegar al lugar con el aire acondicionado encendido, en pleno invierno; realmente algo insólito.
Llegué hasta las calles Austria y Pagano. En el hall del edificio esperaba un señor mayor, que portaba un bastón de diseño muy particular y un andador de tres ruedas para portar un tubo de oxígeno.
El pasajero se sentó adelante, porque allí tenía más espacio para tener entre las piernas el cilindro con oxígeno, y me indicó cuál era el destino: un consultorio médico en la calle Ecuador, cerca de Plaza Miserere.
Fuimos conversando de cosas intrascendentes. Yo lo miraba de reojo ya que estaba seguro de que lo conocía de alguna otra parte. Recordé que el nombre que figuraba en el "pager" era Hugo, y entonces logré reconocerlo.
El pasajero había sido un destacado directivo de una acreditada agencia de publicidad. Por lo tanto, nuestra conversación giró en torno de esa actividad. Me contó que había sido dueño de una agencia, que con los años se asoció a una empresa estadounidense del mismo rubro y finalmente les vendió todo a ellos.
Le comenté que mi suegro, José Luis, también había sido socio de una relevante agencia de publicidad, la siempre recordada Más Propaganda. En aquellos años, yo había sido contratado por la citada agencia para realizar "story board" de distintos productos que tenía la agencia.
Mientras nos dirigíamos al destino, el pasajero hizo una pausa en la conversación. Rompió el silencio para contarme que padecía enfisema pulmonar, por eso debía trasladarse con el tubo de oxígeno y el aire acondicionado aún en invierno, porque así podía respirar mejor. De pronto abrió su bolso y extrajo una caja de cigarrillos. Sacó uno, con el que jugueteó unos momentos entre sus dedos, y luego lo llevó a sus labios.
No pude aguantar y le pregunté: "No se le ocurrirá fumar ahora, ¿verdad?". Me contestó que en realidad era un "pseudo-cigarrillo" que había traído de Miami, donde vivía seis meses al año, que sólo servía para tenerlo entre sus dedos.
Continuamos la conversación sobre diversos temas, hasta que volvió a tomar su bolso, sacó una petaca metálica y me dijo: "Ya no puedo fumar más, tampoco andar mucho, y debo hacer una vida mas sedentaria, pero me queda este vicio".
Dicho lo cual abrió la petaca y tomó un trago de whisky. Lo disfrutó como si fuera el último. Al llegar al destino, me pidió que lo esperara ya que luego lo debía llevar de regreso.
Al cabo de una hora, don Hugo volvió, se sentó y estuvo un largo rato en silencio. Al rato, volvió a tomar de la petaca y retomó la conversación.
Me contó que en cierta oportunidad, cuando era titular de la agencia, convocó a sus mejores clientes a un agasajo en Punta del Este, en el Hotel San Rafael. Tras el ágape fueron todos a las mesas de ruletas. Ya pasadas las 5, con varias copas de más, Hugo se paró erguido, desafiante, y de viva voz bramó: "Bueno, ahora me voy a jugar entero". Y lo hizo nomás: se tiró sobre el tapete de la ruleta con sus 1,85 metros de altura a cuestas, ante la mirada atónita de los clientes.
Por supuesto, volaron por el aire y cayeron al piso las fichas propias y de los otros jugadores. Todo concluyó con la intervención del personal de seguridad del hotel y finalmente de la policía de Maldonado. Fue arrestado por casi 48 horas y con la ayuda del cónsul argentino pudo volver a Buenos Aires.
Don Hugo, me contó otras jugosas anécdotas, pero por cuestiones de espacio no pude volcar en este relato. Pero créanme, no se privó de nada.
Hasta nuestro próximo encuentro.
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