EL CLIMA

martes, 22 de enero de 2013

Filosofia, nos metemos con rousseau.

















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 Su lema podía haber sido: “haced lo que yo os digo, pero no hagáis lo que yo hago”. 



 Jean-Jacques Rousseau nació en una casa de la Grand Rue de Ginebra, el 28 de junio de 1712. Su madre, sobrina de un pastor calvinista, murió a consecuencia del parto, mientras que el padre, de carácter iracundo y violento, maltrató siempre al pequeño ya que lo hacía culpable de la muerte de su querida esposa .

Relojero de profesión, huyó de dicha ciudad cuando el niño Rousseau apenas tenía diez años, por culpa de una disputa mantenida con el capitán Pierre Gautier, a quien había causado una herida de espada.  La orfandad a que se vio condenado el pequeño Rousseau parece que le marcó muchos aspectos de su futura personalidad . Un tío suyo llamado Gabriel asumió su tutoría y le envió con el pastor protestante Jean-Jacques Lambercier, que vivía en un pueblo cercano a Ginebra, para que éste le educase. Algunas de las experiencias infantiles que tuvo con tal maestro fueron redactadas posteriormente, debido al impacto que le causaron en su más tierna infancia.

En cierta ocasión fue acusado injustamente de haber estropeado un peine y por tal motivo recibió una tremenda paliza de manos del señor Lambercier. Hacia el final de su vida se refirió a este incidente con las siguientes palabras:

“Este primer sentimiento de la violencia y de la injusticia quedó tan profundamente grabado en mi alma, que todas las ideas que se relacionan con él me recuerdan mi primera emoción, ... Cuando leo las crueldades de un tirano feroz, las sutiles maldades de un cura trapacero, volaría gustoso a apuñalar a esos miserables, aunque me costase la vida mil veces. A menudo he sudado a chorros persiguiendo a la carrera o a pedradas a un gallo, a una vaca, a un perro, a un animal cualquiera queatormentaba a otro, únicamente porque se sentía más fuerte. Este sentimiento tal vezsea natural en mí, y así lo creo; pero el vivo recuerdo de la primera injusticia que sufrí estuvo durante tanto tiempo y tan íntimamente enlazado a él para que no haya contribuido a arraigarlo poderosamente en mi alma.” (Rousseau, J.J.  Las confesiones,  Orbis, Barcelona, 1991: 40).

 De la misma manera, parece que la relación que Rousseau mantuvo toda su vida con las mujeres estuvo condicionada por ciertas experiencias sufridas durante su niñez . En los castigos físicos o azotainas que recibía de parte de la hermana del señor Lambercier, o de alguna otra chica compañera de juegos, el pequeño Rousseau sentía un cierto placer masoquista que de adulto confesó en sus escritos y que le acompañó el resto de su existencia: “... y lo extraño es que aquel castigo me hizo tomar más cariño aún a la que me lo había impuesto... porque había encontrado en el dolor, en la vergüenza misma del castigo, una mezcla de sensualidad que me había producido más el deseo que el temor de experimentarlo de nuevo por la misma mano. Es verdad que, como en esto se mezclaba sin duda alguna precocidad instintiva del sexo, el mismo castigo, recibido de su hermano, no me hubiese parecido tan agradable... ¿Quién creería que este castigo de chiquillos, recibido a la edad de ocho años por mano de una mujer de treinta, fue lo que decidió mis gustos, mis deseos y pasiones para el resto de mi vida, y precisamente en sentido contrario del que debería naturalmente seguirse?” (Rousseau, 1991: 36).

 La educación que recibió fue un tanto desordenada y caprichosa. Apenas cursó estudios oficiales . Su formación autodidacta se realizó en base a lecturas que su padre le realizaba durante la infancia, a libros religiosos que le proporcionó el pastor Lambercier y a ciertas lecciones de latín efectuadas por algún otro eclesiástico. Su afición a la lectura le proporcionó muchas de las ideas que posteriormente le fueron tan útiles en la defensa de la libertad y del hombre natural.

 Pronto empezó a trabajar, primero como aprendiz de un oficinista, después como aprendiz de grabador. Tras huir de Ginebra a los dieciséis años y pasar buena parte de su juventud como un vagabundo que se acogía a las ocupaciones más diversas (camarero, secretario, lacayo, profesor de música, empleado del catastro, intérprete, etc.), encontró alojamiento en casa de François-Louise de la Tour, baronesa de Warens, señora que se convirtió en su protectora y llegó a ser para Rousseau como una madre, una amiga y, por último también, una amante . Aunque él siempre consideró esta última relación como incestuosa, lo cierto es que supo aprovecharse de ella.

 Años después llegó a París y allí se relacionó con intelectuales  como Diderot, hombre que tenía muchos conocimientos de biología, y con el físico y matemático D’Alembert, lo que le permitió publicar artículos sobre música en la  Encyclopédie  francesa.

 En dicha capital conoció a Thérèse Le Vasseur, una camarera del hotel donde se alojaba, mujer sencilla de poca cultura y modales nada refinados que, precisamente por eso, constituía el blanco de las burlas de los huéspedes. Esta situación provocó que Rousseau se pusiera de su parte y se interesara por ella. La amistad dio paso al amor sincero y ya no se separaron jamás. Tuvieron cinco hijos pero todos fueron donados inmediatamente a la inclusa.  Este hecho constituye la mayor paradoja en la vida de Rousseau. El hombre que escribió la prestigiosa obra  Emilio o De la educación,  en la que pretendía enseñar al mundo cómo hay que educar y amar a los niños, resulta que se desentendió por completo de los suyos y no fue capaz de aceptarlos ni educarlos. ¿Por qué?:

“Rousseau... justifica su actitud con varios argumentos: primero, tenía una enfermedad incurable de vejiga y se temía que no viviría mucho; además no tenía dinero y ni si quiera un trabajo estable que le permitiese educar a sus hijos debidamente o dejarles algún legado. Tampoco quería que fuesen educados por la familia Levasseur porque se convertirían en pequeños monstruos”. Así que la mejor solución era la inclusa, donde no recibirían ningún mimo y lo pasarían mejor, y, además, esta era la forma de educación que Platón recomienda en su  República:  los niños deben ser educados por el Estado.” (de Beer, G. Rousseau,  Salvat, Barcelona, 1985: 52).

De cualquier manera, ninguna de estas excusas puede justificar moralmente el abandono de los hijos por parte de los padres, incluso aunque ésta fuera una práctica habitual en el París de la época. Precisamente por eso, Rousseau no tuvo más remedio que confesar el remordimiento que sentía por haber depositado en el hospicio a sus cinco hijos recién nacidos.

Hacia el final de su vida, en  Las confesiones  escribió: “Al meditar mi  Tratado de la educación,  me di cuenta de que había descuidado deberes de los que nada podía dispensarme. Finalmente, el remordimiento fue tan vivo que casi me arrancó la confesión pública de mi falta al comienzo del  Emilio .” (Rousseau, 1998: 15).

 Una de las críticas que se ha hecho al  Emilio  es que carece de afectividad. El niño que inventó Rousseau no parece tener emociones, no ríe ni llora ni se encariña o se pelea con los demás niños. Es como un autómata sin alma, frío, insensible y encerrado en el propio yo. Su creador intentó fabricar un muchacho completamente libre ante el mundo pero, en el fondo, lo que forjó fue un monstruoso esclavo de su maestro que observaba la realidad sólo a través de los ojos y de las ideas del mismo Rousseau .

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