EL CLIMA

miércoles, 29 de agosto de 2012

DEL CORAZON




El festival de baile acaba de empezar, y para un observador inexperto parece que todo marcha estupendamente. En un estudio de tejado laminado, inundado de luz solar, una docena de niños levantan piernas, giran y mueven los brazos al ritmo de una grabación de tambores afrocaribeños. Los chicos, de 10 a 13 años, son muy desiguales en cuanto a su habilidad, pero todos están igual de encantadores con sus camisetas blancas y pantalones de deporte de colores brillantes.
Los invitados de honor, la primera dama de Colombia y el ministro de Cultura, junto a un grupo de dignatarios, miran embelesados y encantados.

El profesor, sin embargo, no está satisfecho. “¡Volvamos a empezar!”, grita Álvaro Restrepo, levantándose de su silla. Es un hombre menudo y fibroso, con pelo muy corto y cano y elegantes gafas, está descalzo, como sus bailarines y lo gira suavemente hacia la derecha. “Debéis de estar mirando hacia allá”, le recuerda al grupo. Cuando vuelven a escucharse los tambores, se nota que los pasos de todos están más sincronizados.

Restrepo, de 54 años, es cofundador y director de una singular escuela de baile llamada El Colegio del Cuerpo. Lleva casi 15 años orientando a los jóvenes en la dirección correcta, y alejándolos de los caminos destructivos que de otra manera quizá hubieran seguido en los barrios bajos de Cartagena de Indias.

Esta ciudad porteña es un lugar de contrastes impactantes. Su centro histórico amurallado es un destino turístico mundial, renombrado por su arquitectura colonial española y discotecas de moda; El Colegio del Cuerpo se ubica allí. Sin embargo, los jóvenes que atiende la escuela provienen principalmente de los barrios populares periféricos: los barrios míseros donde habita la mayoría de los cartagineses.

Una docena de estudiantes mayores sube al escenario, dirigidos por la compañía de danza profesional del Colegio aclamada internacionalmente. Vestidos con largas y sueltas túnicas de color rojo, saltan y giran al son de una balada folclórica colombiana, y ejecutan una compleja pieza de coreografía de conjunto con soltura. Sus movimientos son tan libres y angulares como cualquier espectáculo que se puede ver en los escenarios vanguardistas de Manhattan o Berlín, pero también se vislumbra la cumbia y mapelé, bailes arraigados en la mezcla de herencia española, africana e indígena del país. Los ejecutantes lucen unas sonrisas radiantes cuando agradecen la ovación del público, que se pone de pie.

“Es tan gratificante escuchar esos aplausos”, dice Mayerlis Romero, mientras estira los cansados músculos después del espectáculo. Es una chica ágil, de 21 años, con tez color café con leche, que vive en el barrio conocido como Nelson Mandela: la ciudad perdida más grande y paupérrima de Cartagena. Aquí, como en otras zonas de una nación endurecida por una guerra civil de cuatro décadas, la pobreza es endémica y el tráfico de drogas una de las pocas maneras de lograr la movilidad social ascendente. Cuando Mayerlis tenia nueve años, su madre la envió a recibir clases en El Colegio del Cuerpo para tenerla ocupada. La niña pronto se enamoró del baile y del ambiente comprensivo que encontró en la escuela.

“Álvaro era la única figura paterna que jamás había conocido”, dice. “Gracias a él, no solo he aprendido a bailar, sino también a escuchar, a pensar, a respetarme a mí misma ya a otras personas”. Mayerlis ya ha actuado en Europa, Israel, Corea del Sur y Estados Unidos. Tiene planes de convertirse en bailarina profesional y sueña con establecer un propio compañía algún dia.
Como hijo de la élite colombiana, Álvaro Restrepo tenía más opciones que los niños que tutela. Uno de los cinco hijos de un exitoso comerciante de ropa, se crió en una lujosa casa en Bogotá, y asistió a una exclusiva escuela católica.
Para él, sin embargo, el ambiente reglamentado de la escuela fue fuente de sufrimiento, al igual que la rígida jerarquía social y con matrices racistas de su país.

Contaba los días para pasar las vacaciones e en casa de una tía abuela a la que le encantaba la música y que vivía en Cartagena. “Era artista, y como una abuela para mí”, recuerda, sentado en su desordenada oficina que mira hacia el patio interior del colegio. “Consideraba a Cartagena como mi oasis. Una ciudad hermosa, antigua y decadente, pero con poesía y magia”.

Restrepo intentó ser pianista concertista; en la universidad, estudió filosofía y literatura. Sin embargo, pronto desertó para ir en busca de su verdadera vocación. Se ofreció para trabajar como voluntario con un sacerdote italiano que dirigía un programa de rehabilitación para niños callejeros en una aldea en la costa norte de Colombia. “Se me ocurrió que estos chicos eran actores”, comenta. “Llevaba una máscara de agresividad, pero en cuanto les mostrabas algo de ternura, se convertían nuevamente en niños”.

Con la vaga idea de que podía usar ejercicios de interpretación para ayudar a niños como ellos, Restrepo se inscribió en una escuela de teatro en Bogotá. En una clase sobre el movimiento, hizo un descubrimiento sorprendente: “Tenía un cuerpo hecho para el baile”. De pronto, Restrepo supo cuál era su misión. Utilizaría el baile para darles a los niños necesitados un medio para expresarse económicamente.

Y no pensaba en cualquier baile; combinaría las formas nativas colombianas con la danza moderna, el arte cargado de emoción e intelectualmente exigente que habían desarollado ejecutantes como Martha Graham y Merce Cuningham. Les daría a sus futuros alumnos un género propio. Primero, sin embargo, tenía que perfeccionar sus habilidades. En Colombia, se desconocía prácticamente la danza moderna. Así que Restrepo se mudó a la ciudad de Nueva York, donde estudió con la misma Graham en su escuela y bailó en compañías de vanguardia. Después de cinco años se dedicó a la coreografía. Gracias al reconocimiento de su trabajo, lo invitaron a Europa, donde se pasó unos años más. Ya de regreso en Bogotá, lo nombraron director asistente de artes en una institución de artes de educación superior administrada por la ciudad. Por fin, a los 40 años, abrió la escuela con la que había soñado tantos años, en Cartagena, la población donde siempre se había sentido más a gusto.

Restrepo fundó el Colegio del Cuerpo junto con una coreógrafa que había conocido en sus viajes: Marie-France Delieuvin, entonces directora de programa del Centro Nacional para la Danza Contemporánea, en Angers (Francia). Había quedado impresionado con su energía y perspicacia. “Me gustaba cómo escuchaba”, dice. “No tenía esa actitud colonialista de “Vamos ayudar a lo pobres colombianos”.

A Delieuvin, por su parte, la cautivó la visión de Restrepo. “Tenía la idea de que si cambiaba la relación que tenían los niños con su cuerpo, podía cambiar la manera en que veían el mundo”, comenta esta mujer menuda pero de aspecto fuerte, con melena caoba. Empezó a viajar a diario a Cartagena para colaborar con el proyecto, y por fin se estableció allí.

En 1997 la pareja creó una compañía de danza de bailarines colombianos y franceses, y lanzó El Colegio del Cuerpo. Después de realizar una presentación en una escuela de un barrio pobre, invitaron a los alumnos de sexto para participar en unos talleres de danza tres días a la semana. Casi 500 se inscribieron, y los llevaban al Colegio por tandas en autobuses. Después de un mes, Restrepo y su equipo eligieron 90 de los candidatos más prometedores para que continuaran sus estudios.

Eduard Martínez, hijo de un hombre que hacía trabajos manuales y de una cajera de supermercado, no fue seleccionado. No obstante, el chico de 11 años regresó para exponer su caso. “Les dije: Por favor reconsideren mi solicitud. Escribi: Quiero continuar en el Colegio porque la danza moderna está hecha para mí”. A Álvaro le conmovió su entusiasmo y le ofreció un lugar. Hoy, a sus 25 años, Martínez tiene el aplomo y el físico de un Apolo de mármol. Baila con la compañía profesional del Colegio, por lo que gana un buen salario y hace giras por todo el mundo.
El barrio Ciudadela 2000, las calles están bordeadas de casuchas construidas con tablas y chatarra sacadas de los basureros. Perros callejeros y hombres desempleados dormitan en los patios de tierra. Sin embargo, en el espacioso y aireado estudio de una escuela local, veintitantos niños practican sencillos pasos de baile, dirigidos por alumnos mayores de El Colegio del Cuerpo. “Aprender esto hace que me siente como una persona nueva todos los días”, afirma con entusiasmo una chica delgada de 14 años llamada Dayana.

Estos jóvenes forman parte del Proyecto Ma, programa cofundado por el Banco Mundial y el Gobierno japonés, por medio del cual El Colegio del Cuerpo llega niños en los vecindarios más pobres de Cartegena. En lugares como este, los jóvenes con frecuencia ven la delicuencia como la única manera de mejorar su calidad de vida.

Uno de los propósitos de Restrepo consiste en ofrecerles un conjunto de valores alternativos. “Quiero que entiendan que uno vale más por lo que es que por lo que tiene”, explica.

También tiene una meta más grande: producir bailarines de calidad mundial. “No somos una obra de beneficencia”, insiste, “somos un proyecto de calidad”. Cada vez más, llegan estudiantes con antecedentes más prósperos, e incluso algunos cuantos europeos, a estudiar en la escuela. Hay planes para construir un campus nuevo con alojamiento y una escuela para la producción escénica.
En realidad, los ideales sociales y la visión artística de Restrepo son inseparables. El Colegio del Cuerpo opera en tres niveles. En la base de la pirámide se encuentran los programas conocidos en conjunto como Educación con Danza (entre ellos se cuenta el Programa Ma), los cuales introducen a los alumnos de escuelas públicas a la danza, la música y otras formas artísticas. Las sesiones incluyen discusiones con expertos – y bailes improvisados por los chicos – sobre temas como las drogas, los abusos sexuales, la contaminación ambiental y la violencia de pandillas. Los profesores les reconocen a estos programas el mérito de mejorar la conducta y las notas, así como reducir las tasas de deserción.

Y los padres se maravillan ante los cambios en sus hijos. “Las madres me dijeron que sus hijas se habían vuelto más abiertas, menos tímidas”, comenta Carolina Novella, aspirante al doctorado en estudios escénicos en la Universidad de California, Davis, que redactó su tesis sobre el Proyecto Ma. “Los chicos se volvieron menos violentos. Podían mirarse a los ojos, incluso tocarse, sin interpretar eso como un reto a pelearse”.

Los alumnos que muestran motivación y talento pueden continuar con los cursos de más alto nivel, bajo la rúbrica de Educación para la Danza. De allí, unos cuantos logran ingresar en la compañía profesional, cuyos integrantes incluyen ex alumnos de otras escuelas de baile de todo Colombia. Juntos, estos programas han beneficiado a más de 8.000 niños en los últimos 14 años, de los cuales el 86 por ciento na ha tenido que pagar matrícula.

Los bailarines más experimentados del Colegio ayudan a enseñar a los de los niveles bajos. Por eso Mayerlis Romero trabaja esta tarde en la escuela Ciudadela 2000, para enseñar a un par de niñas preadolescentes a mezclar elementos de cumbia con pasos de Martha Graham.

“Los enseño cómo respetar su cuerpo, olvidar el dolor y el miedo, y a expresar lo que sienten”, me explica, mientras señala por toda la habitación. “Hago para ellos lo que Álvaro hizo para mí”.

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