EL CLIMA

miércoles, 13 de junio de 2012

RELIGION SAN BENITO DE PALERMO



A este San Benito se le llama de Palermo, por la ciudad en que murió, o de San Fratello o San Filadelfo por el lugar en que nació, o también el Moro o el Negro por el color de su piel y su ascendencia africana. De joven abrazó la vida eremítica, pero más tarde pasó a la Orden franciscana. No tenía estudios, pero sus dotes naturales y espirituales de consejo y prudencia atraían a multitud de gente. Aunque hermano lego, fue, no sólo cocinero, sino también guardián de su convento y maestro de novicios.

San Benito el Moro nació en 1526 en San Fratello, antes llamado San Filadelfo, provincia de Mesina (Sicilia), de padres cristianos, Cristóbal Manassari y Diana Larcari, descendientes de esclavos negros. De adolescente Benito cuidaba el rebaño del patrón y desde entonces, por sus virtudes, fue llamado el «santo moro». A los veintiún años entró en una comunidad de ermitaños, fundada en su región natal por Jerónimo Lanza, que vivía bajo la Regla de San Francisco. Cuando los ermitaños se trasladaron al Monte Pellegrino para vivir en mayor soledad, Benito los siguió, y a la muerte de Lanza, fue elegido superior por sus compañeros.

En 1562 Pío IV retiró la aprobación que Julio II había dado a aquel instituto e invitó a los religiosos a entrar en una Orden que ellos mismos escogieran. Benito escogió la Orden de los Hermanos Menores, y entró en el convento de Santa María de Jesús, en Palermo, fundado por el Beato Mateo de Agrigento. Luego fue enviado al convento de Santa Ana Giuliana, donde permaneció sólo tres años. Trasladado nuevamente a Palermo, vivió allí veinticuatro años.

Al principio ejerció el oficio de cocinero con gran espíritu de sacrificio y de caridad sobrenatural. Se le atribuyeron muchos milagros.

Se le tenía en tal aprecio que en 1578, siendo religioso no sacerdote, fue nombrado superior del convento. Por tres años guió a su comunidad con sabiduría, prudencia y gran caridad. Con ocasión del Capítulo provincial se trasladó a Agrigento, donde, por la fama de su santidad, que se había difundido rápidamente, fue acogido con calurosas manifestaciones del pueblo.

Nombrado maestro de novicios, atendió a este delicado oficio de la formación de los jóvenes con tanta santidad, que se creyó que tenía el don de escrutar los corazones. Finalmente volvió a su primitivo oficio de cocinero. Un gran número de devotos iba a él a consultarlo, entre los cuales también sacerdotes y teólogos, y finalmente el Virrey de Sicilia. Para todos tenía una palabra sabia, iluminadora, que animaba siempre al bien. Humilde y devoto, redoblaba las penitencias, ayunando y flagelándose hasta derramar sangre. Realizó numerosas curaciones. Cuando salía del convento la gente lo rodeaba para besarle la mano, tocarle el hábito, encomendarse a sus oraciones. Dócil instrumento de la bondad divina, hacía inmenso bien a favor de las almas.

En 1589 enfermó gravemente y por revelación conoció el día y hora de su muerte. Recibió los últimos sacramentos, y el 4 de abril de 1589 expiró dulcemente a la edad de 63 años, pronunciando las palabras de Jesús moribundo: «En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu». Su culto se difundió ampliamente y vino a ser el protector de los pueblos negros. Fue canonizado por Pío VII el 24 de mayo de 1807.

[Ferrini-Ramírez, Santos Franciscanos para cada día, Asís, Ed. Porziuncola, 2000, pp. 104-105]

SAN BENITO DE PALERMO (1526-1589)

Esta gloria de la Orden Franciscana, a la que tanta devoción se le tiene en España, no menos que en Italia y hasta América, nació en un pueblecito de Mesina (Sicilia). Sus padres, esclavos manumitidos, aunque oriundos de moros, eran muy buenos cristianos. Caritativos con los pobres, fieles cumplidores de las leyes de la Iglesia, estaban de administradores de un rico señor, que les prometió dar libertad a sus hijos si los llegaban a tener.

Bien pronto nació Benito, negro como sus padres, pero prevenido con la gracia de Dios, porque, desde la más tierna edad, fue aficionado a la oración y a la más austera mortificación de su cuerpo. A los dieciséis años su padre le dio unos bueyes y un campo que labrar para su propio provecho, ocupándose desde entonces en el pastoreo y labores agrícolas. Aunque nunca supo leer ni escribir, siempre fue muy dado a las cosas de Dios, en las que aprovechaba con rapidez como divinamente instruido.

Un ermitaño que le visitó un día en el campo, le profetizó su futura santidad, y le persuadió a que le imitara en su vida ascética. Benito contaba a la sazón treinta y un años, vendió cuanto tenía, lo dio a los pobres y se retiró al desierto, llevando allí una vida más angélica que humana. Dormía en el suelo y poco tiempo, se vistió una túnica áspera, y ayunaba perpetuamente. Su fervorosa oración le llevó a una perfección altísima y a una comunicación íntima con Dios, lo que pronto conocieron los vecinos de aquellos contornos, que acudían a él en busca de remedio. Un pobre hombre le llevó unas uvas y el Santo le aceptó una pequeña ración para sus compañeros, devolviéndole las restantes «porque eran robadas», lo que conoció milagrosamente.

Hizo algunas curas prodigiosas que le valieron la aclamación de los hombres, huyendo de la cual se escondió en una ermita, cerca del lugar que siglos antes había hecho célebre Santa Rosalía. Allí permaneció hasta que una disposición de la Santa Sede obligó a los ermitaños a entrar en alguna de las Ordenes conocidas, por lo que Benito pidió ser admitido en el convento franciscano de Santa María de Jesús de Palermo, cuyos moradores, conociendo las prendas que adornaban al bendito ermitaño, le acogieron con los brazos abiertos.

En la vida regular aumentó, si cabe, las mortificaciones, ayunando las siete cuaresmas de San Francisco, y dedicándose a los más penosos oficios con sus hermanos. Su humildad profunda, su extremada caridad y celestial prudencia, indujeron a los religiosos a elegirle Guardián, aunque era lego e iliterato, y, a pesar de resistirse con todas sus fuerzas, le fue preciso aceptar el imperativo de la obediencia; pero la dignidad no le impidió, antes bien, le hizo progresar más y más en el desprecio de sí mismo y en todas las virtudes.

Encargado de la reforma de su convento, la llevó a cabo con suma suavidad sin dispensar en nada del rigor de la pobreza. Casto como un ángel e inocentísimo, captóse las voluntades de todos, haciéndoles volar por el camino de la perfección.

Dios quiso honrarle con sus dones pródigamente. Tenía tal luz para conocer la ciencia de las cosas divinas, que resolvía las dificultades y explicaba los lugares más oscuros de las Sagradas Escrituras a los hombres más doctos que iban a consultarle. Las curaciones milagrosas, la multiplicación de los alimentos, el discernimiento de los espíritus y penetración de los corazones, vinieron a ser en él familiares y comunes. Unos novicios tentados de Satanás determinaron dejar el claustro. Estaba el Santo en oración en el coro cuando supo por revelación que habían saltado las tapias del convento; en el mismo momento se les hizo encontradizo, recriminándoles su poca fortaleza, y los volvió al monasterio. A los pocos días consintiendo de nuevo en la tentación arrebataron las llaves del convento y salieron de él por la noche. Ya habían andado algún trecho cuando el Santo se les apareció de nuevo; los llevó a casa, les puso una buena penitencia, después de su merecida represión, oró por ellos y jamás volvieron a sentir deseos de dejar la Orden.

Llegó al año sesenta y tres de su edad habiendo permanecido en la religión seráfica veintidós, y conoció que se acercaba el momento de pasar de esta vida a la eterna. Se preparó, pues, fervorosamente y en el día y hora por él predichos, entregó su bendito espíritu a Dios; era el 4 de abril de 1589. Su cuerpo, que aún se conserva incorrupto en el convento de Santa María de Jesús junto a Palermo, empezó en el acto a ser objeto de la pública veneración de los palermitanos. Los innumerables milagros obrados por su intercesión obligaron a la Santidad de Benedictino XIV a beatificarlo; y después de nuevos prodigios, Pío VII le colocó en el catálogo de los Santos.

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