EL CLIMA

sábado, 9 de junio de 2012

EVANGELISMO




«Vosotros habéis sido llamados a la libertad; sólo que la libertad
no ha de ser trampolín de vuestro egoísmo. Al contrario, se trata de
serviros unos a otros por amor.... porque, si andáis mordiéndoos y
devorándoos, haced cuenta que vais a la destrucción» (/Ga/05/13).
«La libertad no es algo que el hombre posea para sí, sino algo que
tiene para los demás. Ningún hombre es libre "en sí", o sea, por así
decirlo, en un espacio vacío... La libertad no es algo existente,
objetivo, ni es tampoco una forma que se infunda en algo existente,
sino que es pura relación... Ser libre significa
"ser-libre-para-el-otro"...» (D. Bonhoeffer, Creación y Caída).

Libertad para el servicio del amor
De los tres miembros del slogan de la revolución -«libertad,
igualdad, fraternidad»- parece como si el hombre moderno sólo
hubiera querido comprometerse a fondo y sin restricciones con el
primero, y aun éste entendido, generalmente, de una manera
individualista y subjetiva. Los otros dos, que en su misma formulación
llevan una exigencia de apertura al otro y de corresponsabilidad con
el otro, quedan casi siempre como en sordina, excepto cuando el
ego siente que puede recibir menos que otros. Sólo entonces hay
apelaciones a la igualdad o a la fraternidad. Casi nadie se acuerda
de esas palabras cuando -por rapiña o por pura suerte- se está en
posición de sacar mejor tajada que los demás.
LBT/EGOISMOS: Sobre esto dio muestras de gran sabiduría
-hace ya casi dos mil años- el iluminado San Pablo. Desde luego, él
lo decía con otras palabras, pero su experiencia era la misma. Los
hombres sólo hablan de libertad como pretexto o trampolín para sus
egoísmos (para «la carne», dice él literalmente). Pero él tenía bien
claro -porque era lo más básico que le había enseñado su maestro,
Jesús- lo que Bonhoeffer -otro iluminado discípulo- habría de decir
en términos más de nuestro tiempo: que no hay libertad sino «para el
otro», para descubrir y construir el sentido de nuestra vida humana
en la relación esencial con los otros, lo que equivale a decir que no
hay libertad auténtica sino desde y para la igualdad y la fraternidad.
Pablo lo dice de manera bien gráfica: una libertad que sólo es
codicia de «morderse y devorarse unos a otros» no puede tener otro
fin que la autodestrucción humana. Pero Pablo aporta aquí otro matiz
absolutamente esencial: la libertad sólo es auténtica cuando es
libertad para el servicio del amor.
El Apóstol no hace esfuerzo alguno por suavizar la literal
contradicción que se halla en sus palabras: proclama a los Gálatas
-puntillosos en la observancia de la ley judía- que han sido liberados
de la esclavitud de la ley y llamados a la libertad; pero no tiene
reparo alguno en añadir que, precisamente por ello, han de
someterse a la esclavitud del amor. ¿Les anuncia la liberación de
una esclavitud para meterles al punto en otra? Así parece. Pero va
mucho de una esclavitud a otra: la de la mera ley anula al hombre
como hombre, creado libre a imagen de Dios; la del amor es la única
posibilidad que tiene el hombre de realizarse asumiendo libre y
amorosamente su relación con Dios y con los demás hombres, de
quienes depende esencial y constitutivamente.
El campo de la libertad no es el de una inauténtico supuesta
independencia -la del anarco que grita: «¡hago lo que me viene en
gana!»-, sino el del amoroso y agradecido reconocimiento de una
interdependencia radical, que es a la vez don y propuesta del amor
creador de Dios, gracia y tarea de realizar las posibilidades que se
me ofrecen con aquel don. La libertad en la solidaridad es el único
terreno en el que el hombre puede realizarse como hombre, es decir,
como ser que se ha de realizar en el amor.

La aportación de Cristo: el Espíritu que libera
de la doble esclavitud de la ley y de la anarquía egoísta
J/ES: Pablo nos ofrece una versión lúcida de lo que es la salvación
cristiana, de lo que Cristo aporta al mundo. Cristo no es sólo una
cifra del impensable amor de Dios al hombre haciéndose, por el
misterio de su encarnación, Dios-con-nosotros. Ni es sólo el «gran
maestro de moralidad» de los ilustrados, que nos habría dejado su
incomparable ejemplo y la insuperable ética del sermón del monte.
Cristo es, ante todo, el portador del Espíritu que habría de «renovar
la faz de la tierra». Su misión es inaugurar la era del Espíritu que, a
partir de su resurrección y como expresión de su misma glorificación,
sería infundido en los corazones de los hombres para liberarlos de
sus esclavitudes. Su vida terrena es como un ponerse delante de la
interminable columna humana que, siguiéndole a él, ha de empezar a
vivir según el Espíritu, con el que los hombres podrán clamar sin
temor a Dios: «¡Abba, Padre!' (Rm 8,15; Gal 4,6), y podrán
efectivamente, superando sus inveterados egoísmos, reconocerse
como hermanos.
Cristo no vino simplemente a confirmar la ley antigua. Ni siquiera
vino a promulgar una nueva ley más elevada o más perfecta. Si
acaso, vino a promulgar la ley del Espíritu, que es la ley de la
libertad. El Apóstol, después de expresar la desesperación y la
impotencia del hombre que quiere cumplir la ley de Dios, pero
sucumbe siempre a la ley del pecado que atenaza sus miembros (Rm
7,15ss), proclama que sólo alcanzamos auténtica libertad interior
cuando somos movidos por la fuerza del Espíritu de Dios infundido
en nosotros.

«Cuantos son llevados por el Espíritu de Dios, ésos son los hijos
de Dios. Porque no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en
el temor, sino que recibisteis el Espíritu capaz de haceros hijos
adoptivos, con el que podemos clamar ¡Abba, Padre! Porque el
Espíritu testifica, a una con nosotros, que somos hijos de Dios» (Rrn
8,14-17).

Que la salvación que Cristo ofrece al mundo está en la fuerza que
aporta el Espíritu puede decirse que es el tema central de la teología
paulina, y en particular de sus dos grandes cartas dogmáticas a los
Romanos y a los Gálatas. Esta es la auténtica «buena nueva», la
novedad gozosa que él anuncia. Una novedad en la que tiene una
confianza absoluta, frente a la impotencia y frustración en las que
Pablo veía a la humanidad con respecto a la posibilidad de cumplir la
ley o de liberarse del egoísmo degradante y fratricida de «la carne».
Lo afirma convencido en el mismo pórtico de la carta a los Romanos:
«no tengo miedo de quedar avergonzado al predicar esta buena
nueva, porque es fuerza de Dios capaz de salvar a todo el que se
confía a ella» (Rm 1, 16). La fuerza de Dios -su Espíritu- no falla, no
deja en la estacada al que se confía a ella. Y es Jesús quien
garantiza a los suyos esta fuerza de Dios mismo al prometerles que
les enviará nada menos que el mismo Espíritu de Dios.

La tradición de Cristo como portador del Espíritu
Pablo no es ningún innovador al sintetizar así, como obra del
Espíritu, la salvación que Cristo traía al mundo. En realidad, no hace
sino interpretar la vida y la obra de Jesús según la tradición que él
mismo había recibido y de la que quedan indicios claros en los
mismos evangelios sinópticos.
En los relatos de la infancia, Lucas deja claro que Jesús viene por
obra del Espíritu y es portador del Espíritu. Ya Juan, el precursor, es
anunciado como «lleno del Espíritu Santo» (1, 15); a María, «llena de
gracia», se le anuncia: «el Espíritu Santo descenderá sobre ti, y el
Poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (1,35); Isabel, «llena
del Espíritu Santo», proclama la gloria de «la Madre de su Señor»; y
será también bajo el influjo del Espíritu como Zacarias y Simeón
entonarán sus respectivos cánticos, en los que expresan cómo con
Jesús llega, al fin, la salvación tanto tiempo esperada.
El episodio del bautismo de Jesús representa el tema inaugural de
la primitiva catequesis cristiana sobre Jesús. En él se nos quiere
decir de una manera intuitiva -como en un cuadro escénico o
audiovisual- quién es ese Jesús del que se va a hablar. Y lo que se
nos dice visiblemente es que Jesús, «el hijo amado en quien Dios se
ha complacido», es aquel sobre el que se posa el mismo Espíritu
Santo en forma de paloma. Se trataba de dar, desde el comienzo de
la catequesis, indicadores inequívocos para los conocedores de la
antigua tradición profética: Jesús era el Mesías de quien había dicho
el oráculo de Yahvé: «He aquí a mi siervo, mi escogido, en quien me
he complacido. Sobre él derramaré mi Espíritu» (ls 42,11; 11,2).
Desde el primer episodio de su vida pública, Jesús es anunciado
-después de un largo tiempo en que el Espíritu del Señor parecía
haberse retirado de la tierra- como el portador del Espíritu. El mismo
Bautista lo confirmará: «Yo sólo bautizo en agua para penitencia,
pero el que viene detrás de mí es más fuerte que yo; él os bautizará
-es decir, os sumergirá, os empapará- en Espíritu Santo y fuego» (Mt
3,11). Esto es lo que caracteriza a Jesús.
Por eso Jesús inmediatamente va al desierto «lleno del Espíritu»
(Lc 4,1); y, una vez superada la tentación, inaugura su ministerio en
Galilea proclamando con palabras de Isaías: «El Espíritu del Señor
sobre mí, él me ha ungido, para dar una buena nueva a los pobres
... » (ls 61,1; Lc 4,16). La misión de Jesús se realiza por la fuerza -la
«unción»- del Espíritu. Pedro lo recordará después de la
resurrección, cuando quiera explicar a los paganos quién era Jesús:
es aquel «a quien Dios ungió con el Espíritu» (Hch 10,38). De aquí
surgiría el título cristológico por antonomasia, «Cristo», que quiere
decir «ungido»: Jesús es «el ungido» por el Espíritu Santo y, como
tal, el que trae al mundo la fuerza del Espíritu.
Cuando, ante las críticas de los fariseos, Jesús ha de reivindicar
su actuación salvadora, dirá simplemente que, «si es por el Espíritu
de Dios como yo lanzo los demonios, es que ha llegado el Reino de
Dios» (Mt 12,28). Y cuando se trate de indicar el máximo don que
Dios otorga por la oración, dirá que, si un padre da cosas buenas a
sus hijos, «cuánto más el Padre celestial dará el Espíritu Santo a los
que se lo pidieren» (Lc 1 1, 13). Por eso, cuando los discípulos, justo
antes de la ascensión, pregunten si finalmente va a establecer el
Reino de Dios en la tierra -imaginándolo, sin duda, con esquemas
terrenos-, Jesús les dice simplemente que vayan a Jerusalén y que
allí recibirán el Espíritu Santo (Hch 1,7): no hay otro Reino de Dios
que el que resulta de la acción del Espíritu entre los suyos.

La «fuente viva» y la «verdad completa»
El evangelio de Juan representa una reflexión madura sobre el
Espíritu. Según él, ser cristiano implica «nacer de nuevo del agua y
del Espíritu Santo» (3,3), es decir, entrar en una nueva forma de
vida, cuyo símbolo es el bautismo y cuya fuerza e impulso es del
mismo Espíritu de Dios. Jesús lo proclamará programáticamente en
la fiesta de los Tabernáculos: «El que tenga sed, que venga a mí y
beba... De su seno surgirán fuentes de agua viva». Y comenta el
evangelista: «Se refería al Espíritu que habían de recibir, porque
todavía no había Espíritu, ya que el Señor no había sido glorificado»
(7,37ss). La glorificación de Jesús, de la que tanto hablarán los
textos joaneos de despedida, es, a la vez, la resurrección y la misión
del Espíritu. Por eso en Juan ya la primera manifestación del
resucitado, en el mismo día de Pascua, es a la vez la efusión sobre
los apóstoles del Espíritu, con el que han de salvar al mundo del
pecado (20,22).
Los conocidos textos sobre «el Paráclito» explican el sentido de
esta misión: el Espíritu -al contrario que Jesús, cuya misión quedaba
circunscrita a un tiempo y un lugar- «estará siempre con vosotros»
(14,17); «os enseñará y os recordará [es decir, os actualizará] todo
lo que yo os he dicho» (14,26); más aún, puesto que «hay muchas
cosas que ahora no podríais comprender», el Espíritu irá llevando a
los suyos «a la verdad completa... y me dará gloria, pues recibirá de
lo mío» (16,12). Que es como decir que, aunque Jesús es ya la
revelación total y completa, la plena comprensión y realización de lo
que esta revelación implica y exige en cada momento histórico será
obra de la acción continuada del Espíritu. El Espíritu se manifiesta
así, a la vez, como garantía de continuidad y exigencia de novedad.
Es decir, el Espíritu de Jesús nos está urgiendo siempre a que no
nos estanquemos en el tradicionalismo de la repetición estéril, en la
invocación meramente material de Jesús, ni nos volatilicemos en la
anarquía de lo nuevo por lo nuevo, sin la necesaria referencia a la
norma salvadora de Jesús.

«Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad»
(/2Co/03/17)
La fuerza salvadora de Jesús resulta, pues, precisamente del
hecho de que, por él, el Espíritu de Dios mismo ha sido derramado
en los corazones de los hombres. Lo que Jesús aporta no es una
nueva norma extrínseca -una nueva Ley-, sino una nueva fuerza
intrínseca, una transformación interior del hombre, algo que actúa,
no como un principio impuesto desde fuera, sino como algo que
«habita en nosotros», en el fondo de nuestro ser, «en nuestros
corazones»:

«Vosotros ya no estáis en la carne [es decir, en el ámbito de las
apetencias desordenadas], sino en el Espíritu, si es que el Espíritu
de Dios habita en vosotros. Que si alguno no tiene el Espíritu de
Cristo, ese tal no es de él... Porque los que son llevados por el
Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (/Rm/08/09ss).

La consecuencia de esta interiorización del principio salvífico es
que actúa precisamente sobre lo más íntimo del hombre, sobre su
libertad. Lo que opera el Espíritu infundido en nuestros corazones es
realmente la «liberación de la libertad», que se hallaba como cautiva,
o al menos trabada e impedida, por el desorden que el pecado había
desencadenado en nosotros. La Ley ilustraba al entendimiento sobre
lo bueno y lo malo; pero la «gracia» -el don del Espíritu- es una
nueva fuerza interior que nos hace capaces de desear y realizar el
bien reconocido como bien propio, no como imposición extrínseca.
Por eso lo más específico del vivir cristiano -la auténtica «novedad
cristiana»- no es vivir meramente conforme a un código
preestablecido de leyes morales o de prácticas rituales y culturales, y
menos aún vivir sometido a un sistema de tabúes tradicionales, a la
manera de las formas religiosas primitivas, sino asumir el ejercicio
responsable de la «libertad de hijos», en una relación amorosa y
libre con el Dios revelado por Jesús como Padre, atentos a lo que
pueda exigirnos el Espíritu, que, siendo Espíritu de Filiación, no nos
pedirá sino que, en cada circunstancia concreta, estemos dispuestos
a reconocer a Dios como Padre reconociéndonos unos a otros como
hermanos. El Espíritu de Jesús es el Espíritu que nos asegura la
filiación y nos impele a vivirla y realizarla en la fraternidad. De ahí la
centralidad que el amor fraterno -hecho verdad en obras- tiene en el
cristianismo. No es un mandamiento entre otros: es «el mandamiento
nuevo», lo más esencial, específico y característico del vivir
cristiano.
Ése es el sentido de las palabras de Jesús -nada menos que en el
sermón de la montaña- cuando explica que no ha venido a suprimir
la ley, pero sí a llevarla a su perfección (/Mt/05/17ss). Como lo
muestran los ejemplos que aduce, la perfección de la ley está, no en
el mero cumplimiento literal de lo que está mandado, sino en la
interiorización de los valores últimos que la ley quería promover, más
allá de todo lo que puede ser tipificado en fórmula legal alguna.
Frente a los fariseos celosos del cumplimiento escrupuloso de la
letra, Jesús proclama la urgencia de entregarse sin limitaciones a las
exigencias del Espíritu, que ciertamente no anulan la letra ni son
contrarias a ella, pero que van mucho más allá de ella. No se trata de
«cumplirlo todo», sino de «amar sin medida».

El «esplendor de la verdad»
La reciente encíclica «Veritatis Splendor» ha sido un serio aviso
acerca de la improcedencia del llamado subjetivismo moral. Desde
una óptica cristiana no se puede admitir que el hombre pretenda
hacerse dueño absoluto de la determinación del bien y del mal, sin
ninguna clase de referencia a las exigencias objetivas de su propia
naturaleza individual y social y, en definitiva, del designio de su
creador. Rechazar todo principio de objetividad moral es resbalar
suicidamente hacia la anarquía destructora del hombre en sus
dimensiones individuales y sociales.
No se necesita ser muy perspicaz para constatar que esa anarquía
amenaza cada vez más con corroer los cimientos de nuestra
existencia; ni hay que ser especialmente catastrofista para reconocer
que la crisis de valores morales es la causa más grave y radical de
los males de nuestra sociedad. Ponerse a describir los aspectos
concretos de esta crisis puede resultar hasta tedioso. ¿Hemos de
volver a hablar de la entronización del individualismo más feroz, de la
insolidaridad entre los pueblos y entre las clases sociales, de la
brutal lucha sin escrúpulos por el dinero, el mercado o el poder
político, del hedonismo bestial, de las múltiples formas de explotación
de los indefensos, de las prácticas corruptas en todos los ámbitos de
la actividad humana? Denuncias de tales actitudes y de otras mil del
mismo género podemos oírlas todos los días. Pero ¿dónde hallar la
fuerza moral capaz de hacer que los hombres dejen de andar por
esos perversos caminos?
No haría buen servicio a la causa cristiana quien pensara que,
frente a la patente crisis de anarquía moral, el cristianismo no ofrece
otra cosa que la reafirmación de siempre de la ley pura y dura.
Desgraciadamente, no faltan grupos de cristianos, más celosos y
angustiados que bien instruidos, cuyo señuelo parece ser la simple
vuelta a un legalismo simplista y autoritario. Parece como si nunca
hubieran leído cómo Pablo confesaba desesperado que, por más
que reconocía en su interior la ley de Dios, otra «ley de pecado» le
tenía cautivo y le impedía hacer el bien que se proponía (Rm
7,15ss). La simple reafirmación de la ley puede tener como efecto
aumentar todavía más la desesperación y frustración, en vez de
promover la deseada conversión y liberación.
ES/KENOSIS: El cristiano bien imbuido del sentido más profundo
de su fe debiera ser suficientemente lúcido para saber que el mero
legalismo autoritario jamás salvará a nadie. La oferta que la
revelación cristiana hace a los hombres no es la del legalismo, sino
la de la apertura al Espíritu. Es una oferta, si se quiere, humilde,
discreta: la ortodoxia griega habla de la kénosis del Espíritu, de la
humildad y discreción del Espíritu que viene a anidar en el corazón
del hombre. El Espíritu viene sin violencia: como pidiendo permiso
para entrar, de la misma manera que pidió permiso a la joven María
para obrar el gran misterio en su seno. No le gusta violentar la
voluntad de los hombres. Como es Espíritu de amor, que viene a
instaurar una nueva relación de amor con Dios y entre los hombres,
requiere ser acogido amorosamente. Y a los que lo acogen los va
transformando también sin violencia, trabajándolos desde dentro,
dándoles el gozo del bien reconocido como lo más deseable y lo más
propio, no como imposición extraña. El Espíritu ha de ser deseado,
amado, escuchado, discernido...

«Qué sepáis discernir lo mejor» (Flp 1,10)
Sólo en la voluntad de amorosa docilidad al Espíritu hallará el
cristiano el sólido anclaje objetivo de su conducta. Porque sólo el
Espíritu es capaz de remitirnos a la objetividad absoluta de Dios a
través de la referencia constante a Jesús, modelo absoluto del
hombre. Él nos recuerda constantemente todo lo que Jesús nos dijo.
Él nos lo actualiza en cada nueva circunstancia histórica,
iluminándonos acerca de cómo ha de realizarse en cada momento
nuestro «seguimiento» y nuestra «imitación» de Jesús. Que no se
trata, evidentemente, de imitar a la letra (otra vez el poder asfixiante
de la letra) sus gestos, su atuendo o sus actos, sino de constatar
hasta qué punto hay correspondencia o discrepancia entre las
formas de actuar de Jesús y nuestras formas de actuar, teniendo en
cuenta la diversidad del contexto histórico-social. Para el cristiano,
Jesús es la Nueva Ley, la única Ley; o, como él mismo dijo, «el
Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). Y es el Espíritu de Jesús el
que nos va iluminando, acompañando, confortando, corrigiendo,
amonestando en sus múltiples formas de actuación entre nosotros
-que van desde las indicaciones de nuestros legítimos pastores
hasta el clamor profético que puede surgir en las comunidades ante
las necesidades del mundo, así como las inspiraciones que deja
sentir en lo más íntimo de los corazones que están atentos a su
soplo.
Lo que se requiere es precisamente esto: estar atentos al Espíritu,
respetarlo, no ahogarlo (1 Tes 5,19) con nuestros miedos y nuestra
codicia de seguridades, con nuestras rutinas fáciles, nuestros
prejuicios o nuestras concupiscencias más o menos inconfesadas.
Lo que se requiere es que nos pongamos todos en actitud de
perenne «discernimiento» de lo que el Espíritu puede querer de
todos y de cada uno; y también de real «abnegación» de todo lo que
en nosotros sea contrario a lo que nos pide el Espíritu.
Está claro en qué dirección haya de llevarnos el Espíritu: en la de
«conformarnos con las actitudes de Cristo Jesús» (Flp 2,5), quien,
en obediencia al Padre, vino a hacer visible el amor de Dios hacia
todos los hombres, hasta la muerte de cruz. Sólo el Espíritu de Jesús
podrá salvamos tanto de la suicida anarquía egoísta como del
legalismo frustrante y estéril. Recordemos cómo Pablo nos dijo ya
que los frutos del Espíritu son: «caridad, gozo, paz, generosidad,
gratuidad, bondad, confianza, no-violencia, austeridad; y estas cosas
están más allá de la ley» (Gal 5,22). Como están, evidentemente,
mucho más acá de la anarquía. Afanémonos por poseer tales frutos
del Espíritu.

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