EL CLIMA

domingo, 15 de noviembre de 2009

SOBRE EL LENGUAJE









Ya lo dijo Lao-tsé, un sabio filósofo chino que vivió entre el 570 aC y el 490 aC: "Las palabras elegantes no son sinceras; las palabras sinceras no son elegantes". Y no se equivocaba... Desde dictámenes psiquiátricos, pasando por las referencias a las costumbres sexuales hasta la larga estirpe de alusiones a los progenitores, la mayoría de la gente las utiliza en el lenguaje cotidiano.

Sin embargo, todavía causa cierto escozor aceptarlas como parte del habla. Sin ir más lejos, desde pequeños nos reprenden al pronunciarlas. Y así vamos creciendo, al principio desafiando a los mayores en voz baja y luego, en la adolescencia, repitiéndolas cada vez que podemos para demostrar que ya somos dueños de nuestro propio lenguaje. Una vez adultos, aunque no siempre sucede, pesa el esfuerzo por cuidar las formas.

El que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra. Nadie puede negar su utilidad: tienen una fuerza expresiva única, sirven para descargar la ira, el enojo y la calentura (en todos los sentidos).

Jorge Luis Borges, en el prólogo de su libro "Ficciones", escribió: "Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos".

¿Entonces, qué tan "malas" son las malas palabras? Malas remite directamente a tabú, algo prohibido, que no debe siquiera pronunciarse. Y porqué no se las llama simplemente vulgares, ya que en realidad el pueblo las utiliza y mucho.

Este fue el punto de partida para que el mismo presidente de la Academia Argentina de Letras , el doctor Pedro Luis Barcia creara un Diccionario de fraseología del habla argentino, en el que incluyó más de 11.000 términos, entre los que figuran, de más está decir, una gran cantidad de estas famosas palabrotas.

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