EL CLIMA

domingo, 8 de noviembre de 2015

El editor no cree mucho en muñecos malditos pero....



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Okiku era solo una muñeca en 1918, cuando llegó a las manos de Kikuko, una pequeña niña que acabó siendo su dueña para siempre. Nadie sabe por qué ni desde cuándo pero lo cierto es que a la figurita de porcelana no le deja de crecer el pelo desde que su amiga se fue, fruto de una enfermedad. ¿Posesión, casualidad, o la historia de una niña que se aferró a su bien más preciado?  

Okiku medía alrededor de cuarenta centímetros, vestía un kimono tradicional japonés y su pelo, color azabache, destacaba un pálido rostro de porcelana. Los ojos, sin vida, estaban compuestos por dos perlas negras como el carbón. "Seremos amigas eternas y jugaremos hasta el final", le decía Kikuko, su dueña, una niña que acababa de cumplir los dos años de edad.




Cabe señalar que quien le regaló la muñeca fue el propio hermano de la pequeña, Eikichi. Nada más verla en aquella exposición marítima de Sapporo, el joven supo cuál era el destino de la figura. "Es perfecta. No me queda duda de que será lo que necesita Kikuko", dijo cuando la cogió entre sus manos. Cuando recibió el obsequio, Kikuko no pudo imaginar lo que iba a significar para ella. ¿Una amiga? Mucho más que eso. La niña se encariñó pronto del juguete y no se apartaba de él jamás. Kikuko y Okiku eran la sombra y la persona. Inseparables en aquel 1918.
Un regalo inolvidable

Al año siguiente, Kikuko, que no había perdido el interés por su muñeca, empezó a encontrarse mal. "Tal vez sea un catarro sin importancia", pensaba su madre. Así pasaron los días, entre remedios naturales y paños de agua fría, pues la fiebre empezaba a invadir el organismo de la criatura. A buen seguro que era cuestión de sudar en la cama para expulsar el virus o lo que fuese que estaba haciendo mal.

Cuando dormía, Kikuko ponía a Okiku a su lado, sobre la almohada, como durmiendo juntas. Compartían sueños y cuentos, pero las horas de la enfermita empezaban a acortarse. Menguaba su respiración con cada suspiro roto que brotaba de la garganta. En efecto, Kikuko, con tan solo tres añitos, estaba muriéndose. El único esfuerzo lo invertía en abrazar como podía a su amiga de porcelana. "Tengo miedo de perderte. Quiero estar contigo aunque me muera", susurraba la nena a través un hilo de voz cuando todos dormían y solo la noche y el crujir de los árboles se encargaban de perturbar el silencio de la villa.

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