No hace mucho me di cuenta de que las mujeres (hablo desde nosotras, pero bien puede el tema exceder el género) solemos hacer las cosas en función del otro. Nos vestimos para otras mujeres, entrenamos para gustarle a nuestra pareja, limpiamos la casa para las visitas y hasta tenemos hijos porque la sociedad lo impone. ¿Saben qué? No sirve. Convivo con un defensor de la vida sana y la actividad física. Cuando lo conocí, yo misma me había recibido de profesora de aeróbica, tenía un master en ritmos latinos y entrenaba de lunes a viernes. ¿Por qué? Porque lo disfrutaba, porque tenía que ver conmigo. ¿Qué pasó después, ya en pareja? Pasé a sentir que me controlaban cada bocado, que me bajaban línea de continuo… y me retobé. Como un burro empacado que se niega a dar un paso más, abandoné todo. A mí me iban a querer por quien era (¿quién era?), o ya podían seguir su camino.
Hoy entreno porque yo quiero. Da la casualidad de que coincide con lo que él también quiere. Parece obvio, pero no lo es tanto. Recién cuando uno recupera su autonomía de pensamiento, su libertad de elección, puede hacer (o seguir haciendo) aquello que es mejor para su vida. No sirve que la gente haga régimen por el otro, deje las drogas por el otro, no beba más por el otro. Apenas “el otro” se manda alguna macana o no es todo lo dulce que deseamos, surge el resentimiento: acá estoy yo, sacrificando lo que más me gusta en la vida, todo por este tipo/mina.
Como me siento tan bien, se me ocurrió que podía aplicar esta recuperada autonomía a otras áreas de mi vida. Cepillar el inodoro no es de las tareas más gratas, ni les cuento limpiar el horno. ¿Pero qué tal si en lugar de hacerlo por los vecinos (qué va a pensar Juan Carlos, cruzando el pasillo), lo hago por mí? ¿Cómo quiero vivir, en un ambiente armónico o rodeada de papeles, bolsas, ropa vieja, perchas torcidas, grasa y pelusas? Ah, podrán decir, es sólo un truco.
De los buenos, bajé un talle y la casa está mucho más aireada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario