EL CLIMA

domingo, 12 de septiembre de 2010

ELEGANCIA





















La elegancia de una buena demostración consiste, primero en que sea sencilla y después, acabada, ligera, no recargada, es decir, obtenida por caminos no complicados. Al hallarnos en presencia de una demostración de estas cualidades, sentimos cierto placer estético muy semejante al que experimentamos al contemplar algunas de aquellas obras naturales artificiales calificadas de elegantes.
A las personas que deben desenvolverse en sociedad, les está permitida alguna coquetería, aunque varonil, que indique el deseo de agradar, pues indudablemente, es uno mejor acogido en todas partes cuanto mayor es el cuidado puesto en hacerse agradable a los ojos de los demás, aparte de lo mucho que lisonjea el amor propio, tener un amigo, un compañero, que se distingue por su pulcritud y elegancia. No es de buen gusto el abandono en el vestir y el aseo, pues con ello se demostraría desdén hacia la opinión ajena. La persona poco cuidadosa es ridícula a los ojos de sus propios amigos y la apatía y abandono de sí mismo le enajena a menudo las simpatías de todos. Sólo podemos exceptuar de esta regla a los excéntricos y a los sabios. Como ya hemos dicho que la elegancia es sencillez, no es necesario gastar enormemente en trajes, pero sí poner mucha atención en la elección de los vestidos y en los adornos complementarios. Que haya armonía de colorido y que el atavío se adapte según las circunstancias, porque no es lo mismo vestirse para salir de paseo por la mañana, que ir a un té por la tarde o asistir a una fiesta campestre que a una recepción. Teniendo esto en cuenta, todos pueden adquirir el aspecto verdaderamente elegante, pero sin olvidar que donde debe ponerse mayor esmero es en el aseo de la propia persona y esto, todo el mundo puede y debe hacerlo. Uñas sucias y mal cortadas, unos dientes descuidados, el cabello en desorden, etc., molestan a la vista y destruyen el buen efecto que un correcto traje puede producir, y esto puede evitarse a costa de poco trabajo y sin grandes dispendios. Tampoco el verdadero elegante hace abuso de las sortijas y joyas. Con lo indispensable basta. Finalmente: puede cuidarse del traje y de las buenas maneras, sin que en ello se demuestre pedantería, presunción o afeminamiento. Lo justifican la dignidad personal y el deseo de agradar a los demás. Toda persona de espíritu cultivado, sin apenas darse cuenta, llega a ser un modelo de elegancia y de buen tono, porque se inicia instintivamente en todos los usos sin darles excesiva importancia, pero sí admitiendo el lado sello de todas las cosas. El verdadero elegante no se limita a las manifestaciones exteriores de cortesía, sino que cultiva en sí las buenas maneras. La cortesía nace del amor a nuestros semejantes, del temor de herirles, de ofenderles, de lastimarles en su amor propio. Con sus raros méritos tiene la cortesía agradables galardones para aquél que la practica, pues hace aparecer gracioso, simpático y atrayente al menos favorecido por la naturaleza en perfecciones físicas. No hay duda que si después de saludar con elegante desenvoltura, de haber cumplido con los requisitos que la cortesía exige, se deja escapar alguna frase grosera o inconveniente, no podrá impedir la más bella apariencia exterior que se mire con prevención a quien en esta falta incurre. El hombre que quiere presumir de buenos modales ha de ser modesto, indulgente, cortés, generoso, no ofender nunca con sus palabras o con sus gestos, ni ser receloso con las faltas de los demás. Refina sus gustos y sus costumbres, corrige sus defectos. No se deja guiar por la primera impresión o por el capricho. Temeroso de herir susceptibilidades nada olvida y omite de cuanto en la buena sociedad exige la cortesía y la educación. Referente a esta escribe Gabriel Compayré: “La educación es el conjunto de esfuerzos reflejos con los que se ayuda a la naturaleza en el desenvolvimiento de las facultades físicas, intelectuales y morales del hombre, con la mirada de su perfección, su felicidad y su destino social.” Según Stuart Mill: “La educación incluye cuanto hacemos nosotros mismos por nosotros y hacen por nosotros los demás, con el fin expreso de acercarnos a la perfección de nuestra naturaleza”. Resulta muy agradable que el hombre se muestre siempre respetuoso con las señoras, ya sea en discusión con ellas, ya en la conversación. Usará las palabras más corteses y su corrección ha de ser inalterable. Se dejará atacar o controvertir sin impacientarse y jamás contestará con una grosería o un argumento inconsiderado o inconveniente, que pueda escaparse a su interlocutora. En el trato con la mujer, en las distinciones que le prodigue, es donde adquirirá el hombre el verdadero tinte aristocrático que tanto realce le dará. A veces sucede que algunas señoras muy vivas de genio o no bien educadas traten duramente al caballero que ha cometido alguna torpeza con respecto a ellas. La conducta de la señora, por vituperable que sea, no autoriza a que se la insulte o conteste con aspereza. Lo que sí podrá hacerse es hacerle notar su sinrazón con alguna frase ingeniosa pero siempre conveniente y sin separarse de la respetuosa indulgencia. En un baile de sociedad, si en el lugar donde se sirven los refrescos se exige el pago, puede el caballero ofrecer a su pareja lo que desee. Si su ofrecimiento no es aceptado, no volverá a insistir. En la mesa, el caballero debe cuidar de la señora que esté a su izquierda, no carezca de nada durante la comida. Cuando a una señora se le cae de la mano un objeto cualquiera, todo hombre bien educado se apresurará a recogerlo y entregárselo.

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