OPINION
En el último tiempo a menudo escuchamos decir que fulano que ocupa tal cargo público es ignorante pero es astuto. Ignorar es no saber algo o no tener noticia de ello. El ignorante hace las cosas advertido o en conocimiento de que no las debió hacer. El ignorante no se sospecha a sí mismo se cree prudente, cuerdo y de buen juicio, y de ahí la envidiable tranquilidad con que con testarudez actúa instalado en su propia torpeza. No existe manera de extraerlo del encasillamiento en sus ideas, no hay modo de desalojarlo de su terquedad; de llevarlo más allá de su ceguera y obligarle a que contraste su torpe visión con otros modos de percibir las cosas.
Pero hay mucho más que decir de las consecuencias de un ignorante en función pública y es que a menudo censura todo aquello que no coincide con sus intuiciones afectado tal vez por manías y terquedades. Lo grave es que se deja llevar por antojos intelectuales que le conducen a la ofuscación y a la disputa obstinada. Permite que sus ideas fijas sustituyan al pensamiento abierto y libre. Pierde así la lozanía mental y se aproxima paso a paso al problema de ser mentecato. Precisamente el tonto ha llegado a serlo a base de repetir actuaciones en las que le ciega una suficiencia estúpida, una susceptibilidad necia, una vanidad tonta, o una envidia torpe.
El astuto, a su vez, es un individuo agudo, sagaz para engañar o evitar el engaño o para conseguir artificiosamente cualquier objetivo. El astuto se convence a sí mismo y tiene siempre un ardid para lograr un propósito. Aunque el hecho de demostrar petulancia, vanidad o terquedad también lo acerca a la inminente necedad. El astuto es vitalicio y es mucho más funesto que un malvado. Porque el malvado descansa algunas veces; el astuto jamás.
Estas reflexiones resultan pertinentes cuando se está en la tarea de administrar el país, por que se debe convenir que todos podemos incubar ignorancia, pero no todos asumimos responsabilidades de gobierno, de ahí la necesidad de actuar con inteligencia reconociendo deficiencias y sabiendo enfrentarlas con racionalidad. Quizás sea prudente seguir el consejo de Ortega y Gasset de atrevernos a dar un paso más allá de nuestras seguridades, esforzarnos por contrastar una visión muchas veces aldeana, con la de otros mundos a los que quizá ahora se esté estigmatizando sin tomarse la molestia en entenderlos, todo en base a ese premeditado empeño de parecer auténticamente originarios encasillados en determinada ideología. Ella sin duda tiene mucho que ver con la sistemática reiteración de prejuicios y estereotipos, pues ambos son jubilaciones del esfuerzo por pensar.
En este sentido el gobierno en Bolivia, sin considerar el sistema de producción vigente en el oriente boliviano pretende imponer una economía comunitaria indigenista, ideológicamente asentada en la distribución de la tierra, que contrasta con el sistema de desarrollo de esta parte del país, que se basa en normas competitivas y de seguridad jurídica, vinculadas a la economía mundial. Modelo económico al que nadie le puede negar éxito. Tema aparte es el de la distribución de la riqueza que es función del Estado.
Lula al llegar al gobierno y tener que definir su prioridad estratégica, convirtió en bizantina la discusión acerca de si su gobierno habría de girar hacia el "realismo económico". Para justificar su decisión echó mano del famoso axioma de Deng Xiao Ping, de que "no importa el color del gato sino que sepa cazar ratones". Lula y el PT identificaron muy rápidamente y sin preconceptos ideológicos las políticas a seguir, tanto interna como externa, necesarias para desarrollar un sistema económico adecuado a la estrategia escogida.
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