
Ayer me di una vuelta por el centro comercial, era impresionante la cantidad de gente que había, pero más impresionante era la cantidad de compras que llevaban: señoras con tres bolsas de zapatos Prada, hombres gastando todo su sueldo en una pantalla plana que casi vale lo mismo que mi coche, colas interminables en las cajas y cada persona esperando pagar altero de ropa que bien podría vestir a una familia entera, niños pidiéndole a sus padres que les compraran juguetes que valen lo que yo pago de renta al mes… Esa misma mañana acababa de escuchar que para este fin de año se esperaba una baja en las ventas de, por lo menos, un 30%. Pero lo que vi en el centro comercial no reflejaba mucho las cifras del noticiero. Por lo que pude observar, la gente ya estaba comprando sus regalos de navidad y, entre ellos, también se llevaban tres o cuatro cositas de autoregalo. ¿Quién dijo crisis? Me quedé pensando que si tuviera 200 dólares para un par de zapatos, mejor optaría por otra cosa… ¡o por muchas! Llegué a casa, hice mi lista, saqué la calculadora y (***) superé los 200 dólares. Peeeero… antes de sentirme como una consumista irreflexiva (todos los somos de vez en cuando), hice un análisis de mi lista. Se trataba de un itinerario de experiencias y actividades que bien podrían repartirse en más de diez fines de semana. Después de todo, no estaba tan mal mi inversión. Curiosamente, el factor común en más de la mitad de la lista era que casi todo requería de la compañía de mis amigos, mi novio o mi familia. Pues sí, hay cosas que ni master card puede pagar. Generalmente las “promociones” de fin de año suenan tan bien que a veces pensamos: “no puedo dejar pasar esta oferta, está buenísima”. Pero en el fondo y conforme se acerca la navidad, la publicidad nos manda mensajes como este: “Por si no le has hecho suficiente caso a tu gente, mejor cómprales un regalito para que no te sientas culpable.” O su variación: “Entre más caro sea el regalo, ellos pensarán que los quieres más.” Quien tenga una abultada cartera quizás diga que los consumidores mesurados (mi caso) somos unos “envidiosos de closet”. Puede que sí, puede que no, pero en vista de la situación financiera, este fin de año me abstengo de shopping. Como decía el viejo slogan de lo que fuera el Instituto Nacional (para la protección) del Consumidor: “Regale afecto, no lo compre”. Si voy a regalarme o a dar regalos a los demás, esta vez no me queda de otra más que compartir experiencias. Por ejemplo, pasar todo un día con mis sobrinos haciendo lo que ellos quieran, ya sea en el jardín haciendo burbujas, comiendo helado, contándoles cuentos o corriendo de un lado a otro. Y qué tal llevarme de picnic a mis cinco amigas. Siempre nos ha gustado sentarnos en el parque, chismear, un vino, queso, pan, rodar en el pasto como niñas, volar un papalote (una cometa, pues)… Con este ritmo de vida, los regalos más significativos tienen que ver con cuestiones más sutiles, como el tiempo que dedicamos para estar con la gente y hacer algo que los haga felices a ellos. Creo que lo interesante es lo que podemos hacer con poco dinero y concentrándonos en los detalles que son verdaderamente importantes, no sólo para nosotros sino para la gente que queremos. Es maravilloso recibir y dar regalos, sobre todo cuando son un complemento y no una sustitución a los actos de amor. Las experiencias compartidas y los pequeños grandes placeres, como la compañía y la complicidad, son los que hacen la diferencia en nuestras vidas.
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