Con lo que Borges era dos Borges. Uno, el que se deseaba héroe trágico, esgrimista de cuchillo y hombre de no llorar. El otro era un hijo del papel, un erudito de saberes insólitos; un universalista. De esa mezcla rara salen todas sus historias. Ninguna, o muy pocas, originales en el tema. Todas, absolutamente todas, originales en su manera de narrar y en su redescubrimiento del castellano, tanto del culto como del que inventa la calle a cada momento.
Así, en una calle cualquiera de Buenos Aires sitúa un sótano, y en un rincón un Aleph. Un punto, un esfera opalescente donde se puede ver, porque allí confluyen, todas las imágenes del universo. Un Aleph y un sótano que están en manos de un poeta infumable, en el que Borges trasquila a tantos poetas empeñados en encontrar sinónimos absurdos para algo tan sencillo como un color.
Y… ¿si es posible ver el todo en un punto, si es posible el milagro de los espejos que nos devuelven nuestra imagen como si fuera de otro, por qué no pensar que los sueños, nuestros sueños, son espejos de otra realidad, tan incuestionable como la nuestra? O que somos la imagen soñada por alguien que duerme, pero, para nuestra tranquilidad, jamás lo sabremos. ¿Y si un día sucede qué? J.L.B. imagina entonces un hombre que sueña un hombre entre las ruinas circulares de un antiguo templo, junto a un río fangoso, y los espejos se miran en los sueños.
Solo que no todo es libros en Borges, el ciego, que como una metáfora cuyo sentido aún está por desvelar, era custodio de una biblioteca. También está el otro, el que consagra su vida a la valentía sin necesidad de justificaciones y da muerte hasta encontrar su muerte en el filo de otro cuchillo.
“Tápenme la cara”, dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Dice Francisco Real, el hombre de la esquina rosada, como una expresión del pudor macho que Borges hubiera deseado para sí, tal vez para huir de una tumba en Suiza. El otro que Borges nunca pudo ser, tal vez por la ceguera, tal vez por las bibliotecas.
Para leer a Borges uno tiene que pensar en aquellos narradores que ahuyentaban el miedo en torno a los fuegos nocturnos. En esos contadores de historias que en las plazas de los zocos y en los campamentos de las caravanas de camellos, narran cada uno a su manera las mismas historias, las mil y una noches, como si siempre fueran distintas. Tal como lo que veía Funes, el memorioso, cuando retenía el perfil de un hoja de árbol moviéndose en el viento, como mil imágenes distintas y singulares.
.Leer a Jorge Luis Borges sin tener en cuenta que fue un asiduo practicante de eso que pasa por humor británico, y que tanto tiene que ver con la socarronería y el sentido del ridículo que tiene la gente de campo en Argentina, es perderse una de sus principales claves.Pese al gesto de perdido en la nebulosa que le impuso la ceguera, fue una de las mentes más lúcidas de las letras hispanoamericanas. Esto no es una valoración ni ética, ni moral, es una constatación. En qué empleaba su lucidez, su ironía y todo su filo, es una cuestión distinta, y siempre opinable.
En todo caso, como el que siembra vientos cosecha tempestades y donde las dan las toman, para ponernos tópicos a los 25 años de su muerte, más de una vez tuvo que soportar la ironía ajena. Por ejemplo, cuando en pleno gobierno peronista, cuando él se mostraba incisivamente contra, le cambiaron el destino de su trabajo en la cultura para nombrarlo “inspector de huevos y aves” en las ferias municipales.
O la otra ironía, quien sabe si con intención o por pavada, que es su tumba en Suiza. Cuando él siempre había deseado una lápida sencilla, preferiblemente en el cementerio de la Recoleta, sólo con las dos fechas de entrada y salida de este mundo, lo entierran en Suiza, bajo un aparato ornado con runas y guerreros tal vez celtas, tal vez nórdicos; como los edredones y alguna tónica.
Aparte de esa clase de humor hacia adentro, de reírse sólo, sin necesidad de que el otro aplauda el chiste, hay que recordar que Borges era un bicho de biblioteca. Un bicho criado entre libros, pero con el mandato de un mundo que llegaba a la ciudad desde la pampa bárbara, desde los códigos elementales que rigen la vida y la muerte.
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