EL CLIMA

viernes, 10 de septiembre de 2010

HISTORIA DE VIDA












HISTORIA DE VIDA


Un grupo de médicos voluntarios salva a miles de niños.

Wafaa Huseini dio a luz a una nena preciosa y perfectamente formada, de ojos oscuros y rasgos finos. Noor era su octava hija, y el milagro de haberla traído al mundo la llenaba de alegría y orgullo; sin embargo, al poco tiempo su felicidad dio paso a una gran preocupación: la nena parecía estar luchando para sobrevivir.

Con frecuencia estaba pálida y aletargada, tenía fiebre y le faltaba el aliento. Wafaa la llevó a una clínica, donde un ecocardiograma reveló un problema grave: un orificio en el tabique interventricular, a causa del cual la sangre refluía a los pulmones en vez de transportar oxígeno a todo el cuerpo. El defecto podía corregirse mediante una operación complicada y costosa, pero Wafaa y su esposo, Samih, electricista de autos, tenían la mala suerte de vivir en uno de los peores lugares del planeta: Gaza.

En esta franja de tierra situada entre el mar Mediterráneo e Israel, 1,4 millón de palestinos luchaban día tras día por sobrevivir. El grupo islámico radical Hamás había tomado el control de Gaza y lanzado misiles a Israel, que, en represalia, cerró el suministro de alimentos, agua, combustible y material médico a la franja.

Al principio los médicos de Noor aconsejaron a sus padres esperar, ya que a veces se cierran solos los orificios en el tabique interventricular. La nena tenía apenas poco más de un año de edad cuando, increíblemente, se produjo otra desgracia. Wafaa notó que el ojo izquierdo de su hija se había agrandado y brillaba más. Era cáncer. Le extirparon el ojo luego de un ciclo de quimioterapia, pero esta le afectó los vasos sanguíneos y redujo aún más la circulación.

Cuando Noor cumplió los tres años se hizo evidente que, sin una operación a corazón abierto, estaría condenada a morir; sin embargo, en toda la franja de Gaza no había un solo cardiocirujano.

Aun así, a la nena le quedaba una esperanza: un grupo de cardiólogos y cardiocirujanos voluntarios llamado Salvemos el Corazón de un Niño (SACH, por sus siglas en inglés), el cual opera a decenas de niños palestinos y árabes todos los años. Pero estos médicos trabajan en Tel Aviv, y con la violencia entre Israel y Hamás, parecía imposible trasladar a Noor a esa ciudad. Wafaa no se dio por vencida; lo único que le importaba era la vida de su hija. Su médico se puso en contacto con el SACH, y pronto, con incredulidad y alegría, Wafaa recibió la noticia de que habían aceptado a Noor como paciente.

Cuando la madre se preparaba para el viaje, ocurrió otro desastre: Israel cerró sus puertas. Provocados por el repetido bombardeo y fuego de artillería de Hamás, los israelíes respondieron con fuerza devastadora. Bombas, granadas y misiles llovían sobre las abarrotadas calles de Gaza.

Mientras Wafaa y Samih buscaban provisiones de porotos, garbanzos y manteca para alimentar a su familia, la salud de Noor empeoraba cada día. Sin electricidad ni gas en su departamento, en el tercer piso de un edificio, Wafaa tenía que cocinar sobre una fogata de leña en la calle. Oraba por que el combate terminara a tiempo para salvar a su hija.

El 25 de enero cesó el fuego. Antes de dejar las calles de Gaza llenas de escombros, Wafaa recorrió los comercios en busca del único regalo que Noor deseaba recibir; luego, con el obsequio guardado en su bolso junto con los preciados permisos para entrar a Israel, pasó por el puesto de control con la nena en brazos.

En un cuarto en penumbra en el Centro Médico Wolfson de Tel Aviv, nueve médicos especialistas y enfermeras del SACH están reunidos para realizar la revisión semanal de sus próximos casos. Una imagen de ultrasonido del extenuado corazón de Noor aparece en una pantalla.

—Esta niña está muy grave —dice el cardiólogo Akiva Tamir.

Unos destellos rojos y azules en la imagen indican el caótico bombeo de sangre del órgano. Tras sopesar las posibles complicaciones, el cirujano Lior Sasson anuncia:

—Puedo arreglar esto, pero tendremos que trabajar rápidamente.

A varios pasillos de distancia, Wafaa y Noor comparten una sala en el pabellón pediátrico con otras madres y niños enfermos de la franja de Gaza, Irak y Cisjordania. A la usanza musulmana, las mujeres están vestidas con largas túnicas negras y coloridos paños sobre la cabeza. En otra sala hay algunos chicos traídos en avión por el SACH desde Zanzíbar y Kenia. Todos se mezclan e intercambian sonrisas con pacientes israelíes y sus padres.

Con su lindo piyama puesto y su hermoso pelo castaño atado con una cinta rosa, Noor se muestra tímida y nerviosa. Para reconfortarla, Wafaa saca el regalo y se lo da. Llena de emoción, la nena lo abre: adentro hay unas zapatillas de baile, cubiertas de len-tejuelas doradas que resplandecen.

Extasiada, Noor se las pone, y a partir de ese momento se niega a sacárselas, ni siquiera en la cama.

El lunes, muy temprano, la cama de Noor está vacía y las zapatillas doradas se encuentran de nuevo en el bolso de su madre. Un asistente del hospital traslada a la niña al quirófano en una camilla. Wafaa observa con resignación cómo se cierran las puertas detrás de su hija, y luego se aleja con una oración en los labios.

Minutos después, Noor cierra su único ojo y se queda profundamente dormida. Una mascarilla conectada a tubos de respiración le cubre la cara. Sensores sujetos al pulgar de cada pie —y enchufados a monitores— miden la frecuencia cardíaca, la temperatura y otros signos vitales. Los médicos de-sinfectan con yodo el pecho desnudo de la nena y luego se lo envuelven con tela quirúrgica esterilizada. Sólo queda descubierto un pequeño cuadrado de piel justo arriba del corazón.


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