besooos LC.
Marzo otra vez y esta vez, este marzo en particular, es una avalancha de recuerdos con distintos sabores nostálgicos que me tomó del brazo y andando por una mañana, junto a mi hija, pude revivir la piel de gallina, típica de la emoción, mientras bullía en mi sangre la sensación: pucha, que vale la pena estar viva. Y lo cuento a vivo tipeo, porque pienso, que a veces inmensos en tanta inmediatez esta sensación anda escaseando.
Parece que fue ayer, pero pasaron 26 años ya de aquella legendaria promoción 1984 del comercial 31, a la que pertenecí. Así que volver a sus filas, ya no para formarme en la formación del clásico: ¡a tomar distancias, alumnos! para cantar y desafinar, a veces, soñolientos, a las 07.30 hs o clok: alta en el Cielo…, sino para traer a cobijar en el colegio, a lo que más amo en la vida: mi hija, me produce una sensibilidad especial. Única y distintiva.
Aparecen en mi mente mi timidez de primer año. Y las torpes escaramuzas para hacerme de amigas hasta constituir la banda legendaria e inseparable, de larga duración hasta quinto año. Nadie quería repetir de año para no perderse el grupo que habíamos logrado. El primer beso comentado en vergonzoso susurro y festejado, después, a viva voz. La primera vez en tacos altos. Los quince. Mi mejor amiga Eli, convertida desde hace veinte años en mi prima. Y la que me agradece, desde siempre, mis oficios de celestina que acercó a su corazón el primero y el único gran amor de su vida. Demasiada vida para andar olvidando entre los ajetreos y apurones para llegar a fin de mes. Comprar útiles escolares. Cumplir con el trabajo y desempeñar todos los roles que la vida nos pide y que gustosamente asumimos. No hay desmemoria que atrape el haber compartido el llamado de la vocación, a la que los ideales no nos dejaban hacer oídos sordos. Es así como Fabiana es la médica que dijo soñar ser. Andrea la dentista. Mónica sigue dibujando los trazos de periodista que daba sus primeros garabatos como escriba en la revista oficial del colegio. Como olvidar el aprendizaje del final de la etapa, con la despedida a los de quinto que se iban primero que nosotros y que nos enseñaban, como la canción Presente: “todo termina al fin, no es eterna la vida. Y olvidar aquello que pensabas que nunca acabaría, nunca acabaría pero sin embargo terminó. Y la lección de tratar de no pensar tanto en mañana para fracasar hoy. Y la desilusión de saber que lo que empezamos hoy no iba a ser eterno”. Para vivirlo en carne propia y cerrar un ciclo, de pupitres marrones, ordeñando el tintero de tinta pelikan todas las mañanas, con el viaje a Bariloche.
Intento contar una lección que viví pero que sé que mis hijos tendrán que aprender solos. Vivencias a las que vuelvo, como en puntas de pies, mirando otros años. Mirar y revivir los sueños de los dulces 16 años. En los que sentía oscilantes tristezas que podían trocarse en alegrías. Ropa que jamás volví a usar, como decía la canción: pupitre marrón. Odiaba y quería y así pasaban los días y así les van, a mi hija primero y a mi hijo después, a pasar ciertos días. En una primavera constante. Otra mañana acude a alumbrarme hoy. En la que no me toca vestirme de guardapolvo blanco sino que me toca acompañar a mi hija, en jeans, remera y zapatillas en vez de los rigurosos mocasines de aquellas, mis, épocas.
Vuelvo hacia atrás con la memoria, en una viaje que las ex alumnas, que las egresadas revivimos en cada reencuentro. Y tal vez encuentre algún recuerdo todavía fumando en el baño. O tomando mate en el bufete rateándose de alguna clase de merceología. Y tal vez tararee el estribillo como en un bis de una canción que hoy ya no puedo cantar pero que tal vez cante con sus actos mi hija. En las mismas paredes que cobijaron mis ansias que aún no sabían que veinte años, tan solo veinte años, no son nada. Parecía ayer cuando la llevaba de la mano y quedaba alguna camada, aunque sea de recuerdo, de pupitres viejos de un marrón cansado por los años, en las que yo todavía me jugaba a buscar mi huella tallada con mi nombre y mi compás. Pero el tiempo pasa y además de ponernos viejos nos regala el placer de sacar recuerdos de la vieja galera, como un mago sacaría conejos, tan solo para arrancarnos una sonrisa, tan solo para amigarnos con la nostalgia y la melancolía, acaso para hacer la vida más bella y acaso para seguir gritando: pucha que vale la pena vivir.
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